[La Concordancia evangélica toma, ahora, a
san Juan como hilo conductor que sitúa este portentoso milagro de Jesús en el
orden cronológico que se está llevando. Leemos]:
TEXTO
CONCORDADO Y AUTOBIOGRÁFICO
Había un enfermo, Lázaro de Betania, la aldea
de María y Marta, su hermana. Era María la que me ungió con su perfume y
enjugado los pies con sus propios cabellos, cuyo hermano Lázaro estaba enfermo.
Me enviaron, pues, las hermanas de Lázaro un recado, diciendo:
—“Señor, el que amas está enfermo”.
Oído esto dije:
—“Esta enfermedad no es
para muerte, sino para gloria de Dios, a fin de que por ella sea glorificado el
Hijo de Dios”.
Yo estimaba a Marta, a María y a su hermano
Lázaro. Y oído este recado quedé aún dos días en el lugar donde estábamos;
luego tras eso dije a mis discípulos:
—“Vamos a la Judea otra
vez”.
Dícenme mis discípulos:
—“Maestro, ahora trataban de apedrearte los
judíos, ¿y otra vez vas allá?”
Les respondí:
—“¿No son doce las horas
del día? Si uno camina de día, no tropieza, porque ve la luz de este mundo; mas
si uno camina de noche, tropieza, porque le falta la luz”.
Tras esto les dije:
—“Lázaro, nuestro amigo, se
ha dormido, pero voy a despertarle”.
Dijéronme, pues, mis discípulos:
—“Señor, si duerme sanará”.
Yo les había hablado de su muerte, mas ellos
pensaron que hablaba del sueño natural. Entonces les dije abiertamente:
—“Lázaro murió, y me alegro
por vosotros de no haber estado allí, para que creáis. Pero vamos a él”.
Dijo, pues, Tomás, el llamado Dídimo, a los
discípulos:
—“Vamos también nosotros para morir con Él”.
Llegado, pues, le hallé que
llevaba ya cuatro días en el sepulcro. Estaba Betania cerca de Jerusalén, como
a unos quince estadios. Muchos de los judíos habían venido a Marta y a María
para darles el pésame de su hermano. Marta, pues, así como oyera que Yo
llegaba, me fue a encontrar; María, en tanto, quedaba en casa. Díjome, pues,
Marta:
—“Señor, si estuvieras aquí, no se hubiera
muerto mi hermano; no obstante, ahora sé que cuanto pidieres a Dios, Dios te lo
otorgará”.
Le dije:
—“Resucitará tu hermano”.
Me contestó ella:
—“Sé que resucitará
cuando la resurrección universal del último día”.
Le respondí:
—“Yo soy la resurrección y
la vida; quien cree en mí aun cuando muera, vivirá; y todo el que vive y cree
en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?”
—“Sí, Señor; yo creo que Tú eres el Mesías,
el Hijo de Dios, que viene al mundo”.
Habiendo dicho esto, se fue y llamó
secretamente a María, su hermana, diciendo:
—“El Maestro está aquí y te llama”.
Ella, como lo oyó, se levantó al instante y
vino hacia mí. Todavía no había Yo llegado a la aldea, sino que estaba aún en
el sitio donde Marta me había encontrado. Los judíos, pues, que se hallaban con
ella en la casa y la consolaban, viendo que María se levantó de presto y salió,
siguieron tras ella, pensando que iba al sepulcro para llorar allí. María,
pues, como vino a donde Yo estaba, en viéndome se me echó a los pies,
diciéndome:
—“Señor, si estuvieras aquí, no se hubiera
muerto el hermano”.
Así que la vi llorar, como también lloraban
los judíos que con ella habían venido, me estremecí en mi Espíritu y conturbado
dije:
—“¿Dónde le habéis puesto?”
Me dijeron:
—“Señor, ven y lo verás”.
Lloré…y decían los judíos:
—“Mira cómo le quería. ¿No
podía Este, que abrió los ojos del ciego, hacer que también este no muriese?”
Me estremecí otra vez en mi interior y me
dirigí al sepulcro. Era este una cueva, sobre la cual había una losa puesta.
Dije:
—“Quitad la piedra”.
Díjome Marta:
—“Señor, ya huele mal, que es muerto de
cuatro días”.
La miré diciéndole:
—“¿No te dije que, si
creyeres, verás la gloria de Dios?”
Quitaron, pues, la piedra. Alcé los ojos al
cielo diciendo:
—“Padre…, gracias te doy
porque me oíste. Yo ya sabía que siempre me oyes; mas lo dije por la
muchedumbre que me rodea, a fin de que crean que Tú me enviaste”.
Y dicho esto con voz poderosa clamé:
—“¡¡Lázaro ven afuera!!”
Y salió el difunto atado de pies y manos con
vendas, y su rostro estaba envuelto en un sudario. Les dije:
—“Desatadle y dejadle
andar”.
Muchos, pues, de los judíos que habían venido
a casa de María, viendo lo que hice, creyeron en mí. Mas algunos de entre ellos
se fueron a los fariseos y les contaron lo que Yo había hecho.
Convocaron, pues, los sumos sacerdotes y los
fariseos el Sanhedrín, y decían:
—“¿Qué haremos?, pues ese hombre obra muchas
maravillas. Si lo dejamos así, todos creerán en El, y vendrán los romanos y
arruinarán nuestro Templo y nuestra nación”.
Uno de ellos, Caifás, que era aquel año sumo
sacerdote, les dijo:
—“Vosotros no sabéis nada, ni reflexionáis
que nos interesa que muera un solo hombre por el pueblo y que no perezca toda
la nación”.
Esto dijo no por su propio impulso, sino que,
como era sumo sacerdote aquel año, profetizó que Yo había de morir por la
nación, y no por la nación solamente, sino para que los hijos de Dios que
estaban dispersos los juntase en uno. A partir, pues, de aquel día, resolvieron
hacerme morir. Así, pues, ya no me presentaba en público entre los judíos, sino
que me retiré de allí a la región vecina al desierto, a la ciudad llamada
Efrén, y allí moraba con mis discípulos. Se aproximaba ya la Pascua de los
judíos, y subieron muchos del país a Jerusalén antes de la Pascua con el fin de
purificarse. Me buscaban y se decían unos a otros estando en el Templo:
—“¿Qué os parece? ¿Que no vendrá a la
fiesta?”
Los príncipes de los
sacerdotes y los fariseos habían dado órdenes de que, si alguno supiese dónde
Yo estaba, me denunciase, a fin de apoderarse de mí.
COMENTARIO
“Esta
enfermedad no es para muerte, sino para gloria de Dios, a fin de que por ella
sea glorificado el Hijo de Dios”.
La palabra “glorificado” solo la
emplea el evangelista san Juan. Hará referencia de ella hasta 12 veces de las
cuales 8 serán en boca del mismo Cristo. Esta es una prueba contundente de la
divinidad de Jesús, que es conocedor de los hechos antes de que vengan a
suceder. Jesús manifiesta que la primera causa de la enfermedad, que llevará a
la muerte a su amigo Lázaro, no es puramente fisiológica, tiene su razón de ser
en virtud de la glorificación que supondrá para Cristo llevar a cabo la resurrección
de un cadáver en descomposición.
“Lázaro
murió, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis. Pero
vamos a él”. Esta frase no puede
entenderse, como no la entenderían sus discípulos, si no se conoce el final del
drama al que a continuación asistimos. A los ruegos de Marta y María, Cristo no
se podía negar y hubiera curado a su amigo antes de que la muerte lo apartase
de los vivos, en este mundo. Se alegra porque sabe lo que va a ocurrir y en su
escala de valoración divina nos hace comprender que este es su mayor milagro
(aparte de su propia resurrección), el único milagro del que dice, Él mismo,
que se ejecuta para gloria Suya. Este es, finalmente, el broche del Taumaturgo
divino con el que pretende consolidar la fe de sus discípulos. Ahora va a
pronunciar palabras inauditas, palabras jamás oídas a ningún otro hombre
posible, palabras de Dios que demandan la Fe de los que, queriendo creer, somos
testigos de este palmario y portentoso milagro, un milagro que acredita la
divinidad de Jesucristo.
“Yo
soy la resurrección y la vida; quien cree en mí aun cuando muera, vivirá; y
todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?”
¿Qué hombre puede atribuirse veracidad en
estas palabras y en virtud de qué? Con el bagaje que Cristo trae de los
prodigios que hemos contemplado hasta ahora, estas palabras son para creer en
virtud de la autoridad de quien las pronuncia, pero para terminar de creerlas
hay que esperar unos minutos, los que siguen.
Mis oídos han llevado a mi inteligencia unas
palabras de sobrehumano poder, mis ojos están fijos en la figura del Hombre que
las pronuncia y un poquito más adelante, a este Hombre le veo llorar la muerte
de su amigo, pero la atención que presto a este Jesús Hombre me lleva a un
estado de máxima tensión cuando le oigo ordenar que retiren la piedra del
sepulcro. ¿Qué se propone hacer? Me sitúo entre la muchedumbre atónita que no
pierde detalle en un riguroso silencio. Se oyen las palabras de un Hijo, que veo,
dirigiéndose a un Padre, que no veo. De pronto se oye un grito que nos
estremece el alma: ¡¡Lázaro sal afuera!! Nuestros ojos se dirigen
con estupor hacia la fosa donde sabemos que yace un cadáver en estado
putrefacto y contemplan a un hombre, que habíamos visto difunto, que echa a
andar cuando le quitan los vendajes.
He leído y he entendido, estoy ante el Hombre
a quien reconozco como el “Señor mío y Dios mío”. A partir de ahora procedo a
leer el Evangelio, esta Autobiografía, con supremo abandono de las potencias de
quien me definen como quien soy como soy en las benditas manos de mi Dios, de
un Dios al que veré Crucificado y Resucitado. Un Dios al que puedo decirle: “Amado mío”, como tantos hombres y
mujeres se lo dicen cautivados por su Corazón.
Considerando que lo que acabamos de leer es
fundamental para nuestra Fe, creo conveniente poner a la consideración de quien
está leyendo, la siguiente reflexión que titulo:
+MORIR
Y RESUCITAR DOS VECES+
Amiga lectora, amigo lector, si se reconoce
creyente, pero a su vez no practica su Fe, no es consecuente con lo que cree, no
siga leyendo, porque conocer lo que ahora relato va a comprometer su alma para
siempre. Decir que se ama y no practicar el amor es una mentira o por lo menos
una actitud tibia por la cual uno puede ser vomitado de la boca de Dios.
Caminamos hacia el final del Año 3º y san
Juan nos mete de lleno en un drama al que asistimos con toda la atención del
que ya conoce a los personajes y por los cuales siente un particular afecto. En
la casa de Marta, de María y de Lázaro, amigos íntimos de Jesús, se vive con inmensa
preocupación la grave enfermedad de Lázaro. Dos grandes mujeres de carácter
diferente tienen sin embargo un sentimiento común, un hondo amor a un
entrañable hermano que les tenía ganado el corazón. Lázaro se está muriendo. El
facultativo emite el diagnóstico más preocupante y la evidencia de esta penosa
enfermedad hace que las hermanas se decidan a poner en conocimiento del Amigo
la angustia de esta familia. Lo hacen con un discreto recado, con un respeto
inmenso a la Persona de Jesucristo:
“Señor, mira, el que amas está enfermo”.
Los hechos tal y como los describe san Juan,
son rotundamente históricos, es decir, si pudiera retrasar el tiempo, si me
llego al sitio donde se consumaron, los tendré a la vista tal y como podría
percibir cualquier otro acontecimiento en mi presente. No estamos ante un
relato parabólico, una antigua leyenda, un cuento, etc., estamos ante una
realidad consumada y contemplada por muchas personas que pudieron testificar lo
que vieron sus ojos y oyeron sus oídos. Un hecho comprobado, cierto, que ha
sucedido realmente.
Jesús se da por enterado, recibe el mensaje
captando la inmensa angustia de sus amigas. Contesta al mensajero con unas
palabras que ni comprenderá el enviado, ni las hermanas, ni los discípulos que
le estaban oyendo. A dos milenios pasados, los que ahora leemos este pasaje del
Evangelio, sí lo entendemos y en consecuencia asumimos que el Hombre que las ha
pronunciado es el Hijo de Dios. Jesús conoce perfectamente que de aquí a dos
días su amigo morirá y sin embargo no manifiesta prisa por ayudar a esta
familia. Conoce, con anticipación de que los trágicos hechos se consumen, el
resultado final de este drama:
“Esta enfermedad no es para muerte, sino para
gloria de Dios, a fin de que por ella sea glorificado el Hijo de Dios”.
Es decir, la razón determinante por la que
Lázaro muere no es la consecuencia de su enfermedad, sino que será el medio
providencial con el cual Dios se valdrá para glorificar a su Hijo a los ojos
del mundo. Y ¿Quién es este Hijo de Dios por cuya glorificación un hombre
enferma y muere? Pues es este mismo Hombre que hace semejante afirmación, es el
destinatario del recado enviado por las hermanas de Lázaro, es este Jesús que
permanece dos días más en el lugar donde estaba, hasta que su amigo fallece y
de lo cual tiene conocimiento sin que nadie le informe:
“Lázaro, nuestro amigo, se ha dormido, pero
voy a despertarlo”.
Para Jesucristo Lázaro se ha dormido, para
nosotros, que hemos vuelto a Betania, lo que apreciamos es un cadáver que
quizá, en función de la grave patología que se deja entrever (cáncer), en breve
comenzó a corromperse y manifiestamente se dejaba sentir con un hedor
insoportable. Lázaro ha muerto y su muerte se certifica porque:
1.
Cesó
la función respiratoria.
2.
Cesó
la función circulatoria.
3.
Se
produjo un enfriamiento cadavérico.
4.
Se
produjo una lividez cadavérica.
5.
Se
produjo una rigidez cadavérica.
6.
Se produjo
pérdida de contractilidad muscular.
7.
Cesó,
irreversiblemente, la función encefálica.
8.
Como
signo inequívoco, comenzó la putrefacción cadavérica.
Esto es morir y en tal estado, nuestro amigo
Lázaro es amortajado y sepultado en el sepulcro familiar, a las afueras de
Betania. Sus hermanas, Marta y María le lloran desconsoladamente porque bien
saben ellas que el que se muere, el que se va ya no vuelve jamás. No oirán su
voz, no verán su figura, su sonrisa, no sentirán las caricias y los besos de su
querido Lázaro. El hermano se ha ido para siempre.
Ahora nos volvemos al lugar donde está Cristo
que determina volver a la Judea a pesar de estar amenazado de muerte, y ante
las objeciones que le hacen sus discípulos dirá:
Para el Señor, Lázaro dormía, pero para que
lo entendamos dirá que Lázaro ha muerto tal y como lo hemos demostrado
anteriormente. Dirá también que se alegra de no haber estado allí porque de
haber estado no hubiera muerto el amigo, sin embargo su ausencia le va a
permitir consumar un estremecedor milagro al que vamos a asistir con el estupor
del que lo vio en “vivo y en directo”, un milagro portentoso que ha de
despertar la Fe, y obrar en consecuencia, del que esté leyendo lo que estoy escribiendo,
pero que cegará para siempre los ojos de la Fe del que no quiere tenerla aunque
esté contemplando un hecho tan trascendental al que le niega, voluntariamente,
su incuestionable verdad y esto sí que es un misterio de iniquidad en virtud
del cual el que no responde a esta oportunidad se hace merecedor de su propia
condenación.
“No envió Dios a su Hijo al mundo para juzgar
al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él. Quien cree en Él, no es
condenado; quien no cree, ya está condenado”.
Jn
3,17-18
El Hijo de Dios se encamina hacia Betania. Ya
han pasado cuatro días desde que Lázaro murió. Marta, cuando oyó que Jesús
llegaba salió a su encuentro y entre sollozos se atreve a hacer un cordial
reproche al que reconocía como capaz de haber impedido la muerte de su hermano
si físicamente hubiera estado allí:
“Señor, si estuvieras aquí, no se hubiera
muerto mi hermano; no obstante, ahora sé que cuanto pidieres a Dios, Dios te lo
otorgará”.
Con estas palabras, Marta deja entrever que
cree posible que Jesús puede resucitar a su hermano ahora, ahora mismo,
solo tiene que pedirlo a Dios, a su Padre, y su Padre Dios se lo otorgará.
Jesús le responde:
“Resucitará tu hermano”.
Ella entiende que esta resurrección será
lejana, al final de los tiempos, pero lo que en verdad le está sugiriendo es
una resurrección inmediata de su hermano. Le dirá:
“Sé que resucitará cuando la resurrección
universal el último día”.
Pero Jesús, con pausado tono de voz y gesto
sereno le afirmará:
“Yo soy la resurrección y la vida; quien cree
en mí aun cuando muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para
siempre. ¿Crees esto?”
Marta, con una emoción incontenida, con el
corazón saliéndosele por la boca casi gritando le dirá:
Jesús ya no sigue hablando con Marta. Le
ruega que avise a su hermana María para que venga a verle. “Dile que la
espero”. Marta, deprisa, fue en busca de su hermana, María. Le dice: “El
Maestro está aquí y te llama”. Ella con cierto nerviosismo acelera su paso
para llegar a las afueras de Betania, allí donde Jesús la esperaba, cerca del
sepulcro donde estaba el cadáver corrompido de su hermano, ya muerto de cuatro
días. Le siguen los amigos de la familia que suponen que esta mujer vuelve a la
tumba de Lázaro para seguir llorándole. María, viendo a Jesús le embargó una
inmensa emoción, no pudo contenerse, se echa a los pies de Cristo y en un río
de lágrimas se lamenta:
“Señor, si hubieras estado aquí, no se
hubiera muerto el hermano”.
El llanto desconsolador de esta mujer, el
llanto de los que la acompañaban llega a los oídos del Hijo de Dios, del Hijo
del hombre, a los de este Hombre que se estremece en lo más profundo de su
Espíritu, se conturba y se ahoga esforzándose por sostener las lágrimas que
casi le afloran a sus ojos divinos y humanos. Dios se estremece con el dolor
humano, le conmueve hasta su médula divina el padecimiento del hombre. Esto es
un misterio inexplicable. Cristo siente como Hombre, siente un temblor en todo
su cuerpo embargado por una emoción que no puede contener. Con la voz quebrada,
con un nudo en la garganta pregunta:
“¿Dónde le habéis puesto?”.
“Ven y lo verás”, le dirán los amigos de Lázaro, y de camino
hacia la cueva donde se encuentra el cadáver, no puede contener su emoción y
entre breves sollozos entrecortados, Jesús llora la muerte de Lázaro, su
amigo.
Ahora, también, toca hacer un alto en la
lectura, echarse para atrás en el sillón del despacho, de la mesa de trabajo,
en el sillón de la sala de estar de la casa y reflexionar sobre estas divinas
lágrimas. Me viene a la mente lo que a mí mismo me ha ocurrido con una
situación similar. Conocí al alcalde de un pequeño pueblo de mi tierra,
Murcia-España, un pueblo que se llama Sangonera la Verde. Yo era el Ingeniero
de las obras que en el pueblo se hacían, obras de tuberías y depósitos de agua
potable.
Mi buen amigo Lucas tenía un cáncer de huesos
en muy avanzado estado y yo le visitaba con alguna frecuencia con el corazón
enjuto por la compasión. Me daba una gran pena. Él, con una mente meridiana y
lúcida, sabía que se moría y pronto. Yo también lo sabía, pero hablábamos de
otras cosas: del trabajo, de las obras, de la política, etc.…. Sus pies y sus
manos parecían botas, sus extremidades estaban hinchadas como globos que le
obligaban a permanecer en una silla de inválido. Yo le encendía un pitillo, un
pitillo para él y otro para mí y hablábamos:
—Lucas ¿eres creyente?
—Sí, Rafael, soy creyente, pero no me
llevo bien con el cura de este pueblo.
—¿Qué me dices, Lucas? ¿Qué ha pasado?
—Este joven ha puesto al pueblo en
contra mía, es un hombre que está haciendo mucho daño. No te lo puedo asegurar,
amigo Rafael, pero mucho me temo que este cura no es un buen cura, no puedo
decirte más.
—Lucas, entonces ¿no te asiste nadie
espiritualmente?
—Sí, todas las semanas me visita un
amigo que es sacerdote, párroco de otro pueblo, que me confiesa y me da la
comunión.
—Muy bien, Lucas. Mañana te regalaré un
libro que trata de la Sábana Santa y un Rosario. Te conviene rezar el Rosario
todos los días que puedas. Adiós, Lucas, hasta mañana.
Al día siguiente le llevé lo prometido, otro
cigarro, una buena conversación y hasta la vista.
Cierto día, muy poco antes de morir Lucas,
tuve que hacer varias gestiones en otras obras, en otros lugares de Murcia. Se
me hizo tarde, y montado en mi “Citroën
dos caballos” me dirigía a mi casa con una gran fatiga. Ya anochecía, pero
conforme iba llegando me remordía la conciencia por dejar ese día de ver a mi
amigo enfermo. Estaba agotado, pero no pude parar el coche en la puerta de mi
casa, me encaminé hacia Sangonera la Verde casi maquinalmente y ya de noche me
llegué a la casa de mi amigo.
—Hola Lucas, tú no sabes lo que me ha
costado llegar hoy hasta aquí.
Él, con la voz grave y una serena sonrisa, me
sorprendió con estas palabras:
—Rafael, aunque ya se ha hecho de noche
yo sabía que tú, hoy, vendrías a verme, estaba seguro que vendrías.
Se hizo el silencio, puso sus ojos sobre mí
con una mirada que no olvidaré jamás. En silencio saqué el tabaco de mi
cazadora, le encendí un cigarro, me encendí otro y dando una profunda calada,
puse mi mano sobre la suya hinchada como una bolsa de agua, le dije:
—Amigo mío, ¿cómo te encuentras?
Lucas no me contestó, su rostro me pareció
triste, pero con una inmensa paz y serenidad, parecía que se estaba despidiendo
de mí. De buena gana me hubiera puesto a llorar, sin embargo “haciendo de
tripas corazón”, me puse a hacerle preguntas sobre su ejercicio como alcalde,
sobre la limpieza del sufragio universal, sobre la verdad y la mentira de la
política. Me dijo que yo era un inocente ciudadano lejos de entender los
entresijos de esta actividad que se mueve en un mundo de ambición, de cinismo y
de mentira.
Ya era tarde, se pasó el tiempo sin darnos
cuenta. Lo abracé y me estremecí. Le dije:
—Lucas, mañana no puedo venir. Volveré
dentro de tres días, el día de tu Santo. Adiós.
Cansado, pero con enorme satisfacción me
volví a casa. Dormí de un tirón. Al día siguiente a trabajar. No me acordé de
mi amigo Lucas. Al otro día, otra vez a trabajar. Por la mañana, de casualidad,
cae el periódico local en mi mano. Estoy tomando café y pasando distraídamente
las hojas de la prensa y de pronto se me subió la sangre al cuello. En las
páginas interiores aparece una pequeña noticia:
“El alcalde de Sangonera ha fallecido,
después de una larga y penosa enfermedad, esta madrugada, el entierro será a
tal hora”.
Mi amigo, se murió el 17 de octubre de hace
ya más de 40 años, un día antes de su Santo. Con prisa cogí el coche y llegué
hasta el pueblo donde estaba el cadáver de mi amigo. Entré en su casa, llena de
gente. Llegué entero, con dominio de mí mismo, pero al verme la hija de Lucas
prorrumpió en un llanto sin consuelo que me partió el alma, a gritos decía:
-¡Pobre padre mío, aquí está el ingeniero
cuyo nombre, Rafael, pronunciaste antes de morir!
Sentí una conmoción por todo mi cuerpo,
apreté los dientes, quise sujetarme, pero cuando vi a mi amigo amortajado
comencé a llorar como jamás he llorado. Me salían las lágrimas como ríos
incontenibles y con voz agrietada me lamenté profundamente diciendo:
—No me has esperado, amigo Lucas, te has
ido sin que yo me despidiera de ti. ¡Cuanto lo siento, amigo mío!
Lloré por la impresión que me produjo el
lamento de la hija de Lucas a la vez que contemplaba la imagen del cadáver de
mi amigo. No pude evitar conmoverme porque además sentí que algo de mí se había
muerto. La muerte me hizo llorar, se me anticipó la visión de mi
último trance en este mundo. Asumí, quizá, por primera vez en mi vida, que así
me verían mis seres queridos, cuando Dios disponga llevarme con Él para
siempre.
Conocí a mi amigo Lucas sólo unos meses, no
más de seis o siete, pero su amistad es un tesoro que guardo con todo el cariño
del mundo. Al poco fui trasladado a otros lugares de España para seguir
ejerciendo mi profesión en la ejecución de obras. Me llegaron noticias de
Sangonera la Verde. El cura se casó con la maestra del pueblo. Quizá, mi amigo,
desde el cielo, intercedió por sus paisanos y quiso Dios que otro pastor, un
buen sacerdote, se hiciera cargo de los habitantes de este pueblo cuyo alcalde
me ganó el corazón para siempre.
Esperando que no haya perdido el hilo, ahora
me vuelvo al relato evangélico y comprendo mejor las lágrimas de Jesús, las
lágrimas de este Hombre, con sentimientos como los míos, por la muerte de un
amigo y la certeza de que esa muerte también se consumará en El y en mí. El
Evangelio, anteriormente, ya nos ha mostrado que el Señor con solo quererlo y a
pesar de estar a distancia, en otro lugar, pudo curar a Lázaro, justo, si
hubiese querido, en el momento de recibir el mensaje de sus hermanas. Esta no
era la voluntad de su Padre, esta no era su Voluntad.
Dios dejó a la naturaleza que siguiera su
curso en la penosa enfermedad de Lázaro y como consecuencia muere y es
enterrado. Dios tenía otros planes que no eran los de Marta y María. Hemos
contemplado, con suma tristeza, las lágrimas de un Hombre y nos hemos
identificado con Él. Continuamos y nos disponemos a ser testigos de un
acontecimiento inaudito. Jesús llega hasta la cueva funeraria cuya entrada
estaba tapada con una losa, está estremecido, a su alrededor hay mucha
gente, a su lado Marta y María y de pronto dice:
“Quitad la piedra”.
El corazón de Marta se acelera en grado sumo,
no puede reprimirse: “¿qué va a hacer este Hombre?”, está aturdida y le
salen estas palabras:
“Señor, ya huele mal, que es muerto de cuatro
días”.
Mientras se oye el sonido ronco y lento del
roce de la piedra con la roca, Jesús se dirige a Marta:
"¿No te dije que, si creyeres, verás la
gloria de Dios?"
La cueva está expedita, la piedra corrida, de
dentro se desprende un olor húmedo y nauseabundo. La gente está petrificada, no
se pierde detalle. ¿En qué va a quedar esto? En un silencio sepulcral se oyen
las palabras de Cristo mirando al cielo y con los brazos alzados:
“Padre, gracias te doy porque me oíste. Yo ya
sabía que siempre me oyes; mas lo dije por la muchedumbre que me rodea, a fin
de que crean que Tú me enviaste”.
Cristo invoca a Dios como Padre suyo que
siempre lo escucha. Afirma tal verdad para que a su vez lo oiga la muchedumbre
que lo rodea. Se dispone a ejecutar un acto divino que consumará con el
pronunciamiento de unas palabras humanas oídas y entendidas por oídos humanos,
de los hombres y mujeres testigos presenciales de este inaudito acto cuya
verdad histórica se ha transmitido y se transmitirá de generación en generación
hasta el final de los siglos, una verdad objetiva e irrefutable en virtud de la
cual Jesucristo reclama la Fe de cualquier hombre que se dé por enterado de
este acontecimiento comprobado y cierto y por tanto reclamar la Fe en que el
Dios, en el que nos movemos y existimos, ha enviado a su Hijo al mundo para que
todo el que crea en Él alcance la vida eterna. Ahora, Cristo, se vuelve hacia
la entrada de la cueva funeraria y a voz en grito que sonó como un trueno en el
oído de los presentes dijo:
“¡Lázaro, ven afuera!”
El difunto salió a la vista de todos, atado
de pies y manos con vendas, con un sudario que le envolvía el rostro. Un
escalofrío indescriptible recorrió la espina dorsal de todos, se oyó una
admiración como si fuera una sola voz que parece oírse todavía en el espíritu
de los que estamos leyendo este pasaje del Evangelio. Un supremo estupor
invadió el alma de aquellos privilegiados testigos de semejante milagro. ¿Quién
es este Hombre?, se preguntaban en lo más íntimo de su razón y conciencia.
Y nosotros, a dos mil años vista, nos hacemos esta misma pregunta, pero...
¿quién es este Hombre?
Claros como la luz del sol, estos son los
hechos históricos, reales y verdaderos que ponen a prueba la Fe en Jesucristo.
¿Qué más pudo hacer para que creamos en su palabra? Esta pregunta se la hago a
la lectora o al lector que se considera no creyente o que se considera creyente
y no practicante. Si ha leído con atención, ahora es el momento de tomar una
decisión que le va a poner en situación de elegir un comportamiento de cara al
final de su existir en este mundo. Amiga mía, amigo mío, Ud. puede decirse a sí
mismo:
“Comprendo que hasta hoy no he sido
consecuente con la Fe que manifiesto profesar y acepto el mensaje divino con el
que Dios me interpela el alma, ordenando los acontecimientos para que yo haya
leído y entendido este portentoso milagro de su Hijo y en virtud de lo cual me
sale del corazón un “Padre mío, perdóname” con el que vuelvo a comenzar
tratando de practicar el amor con el agradecimiento a quien me ha estado
esperando toda la vida, gratitud a este “Padre mío” que me ha hecho, por
fin, reconocer al Hijo de sus entrañas que tanto ha dado por mí”.
Pero también se puede decir:
“He leído, he entendido, no tengo duda
alguna, considero con toda mi razón e inteligencia que este hecho ejecutado en
determinado tiempo y en determinado lugar, es un hecho verídico incuestionable
y del cual solo se puede sacar la consecuencia de que este Hombre, Jesucristo,
consumó una resurrección de un muerto ya podrido, una facultad que considero
absolutamente imposible que se pueda dar en otro hombre. Sé a ciencia cierta
que no ha habido, ni hay, ni habrá hombre alguno que en virtud de su propia
facultad y por sí mismo sea capaz de hacer volver a la vida el cadáver
corrompido de otro hombre. Por tanto, asumo la divinidad de Jesucristo, acepto
con absoluta libertad y con plenitud de conciencia, de facultades psíquicas y
morales, que Jesucristo es el Eterno Hijo de Dios. Sin embargo, con la misma
voluntad soberana, con el mismo libre albedrío, escojo mi estado de tibieza o
de consumada beligerancia contra Dios, contra su Hijo, contra su Iglesia, me
niego a creer en lo que está meridiano como la luz del sol y en consecuencia
acepto desde ya mi posible condenación porque es lo que quiero”.
¿Se puede dar en cualquier persona actitud
semejante? Pues sí, se puede dar y de hecho se da en una medida desconcertante,
en un misterio de iniquidad inexplicable, en una medida incomprensible para la
razón. La vida de una mujer, de un hombre con relación, por ejemplo, al tiempo
que los científicos especulan sobre la edad del ser humano es un instante.
En la era Antropozoica, apareció realmente el
hombre (el Homo neanderthalensis y el Homo sapiens) y de este comienzo nos
separan 3 millones de años. De la formación del planeta tierra, en el periodo
Precámbrico, nos separan 4.600 millones de años. En el marco teórico del Big
Bang, al Universo se le atribuye una edad de entre 14.000 y 20.000 millones de
años. Contemplemos 100 “añitos” de vida en este mundo. ¿Qué supone esta edad
con las cifras anteriores? Es evidente y no le descubro nada a quien me está
leyendo, que cualquier ser humano asume, en lo más profundo de su ciencia y
conciencia, que estas cifras son menos que nada comparadas con la eternidad,
la misma en la que fijas tu alma, a la hora de la muerte, en sus buenas o malas
disposiciones.
La vida es solo un suspiro, lo que dura el
tiempo de decir: “Te odio con toda mi alma, Padre mío”, o decir: “Te
amo con toda mi alma, Padre mío”. Cada cual elige, con plena libertad, su
destino eterno. Con esto he terminado. Si este artículo no le ha gustado, no le
convence, no le interesa entenderlo, ya es tarde. Le avisé al principio. Ahora
Dios está a la espera de su respuesta, quizá no tenga otra oportunidad.
PD. Amigo Lázaro, al final del tiempo, en ti
se dará una verdad con la que Dios Padre glorificó a Dios Hijo. Has tenido que morir
dos veces y dos veces serás resucitado. Tengo muchas preguntas que hacerte,
pero esto lo dejamos para otra ocasión.
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