| Entrevista con Nicodemo. (Jn 3,1-21) |
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SOLO TEXTO CONCORDADO Y AUTOBIOGRÁFICO
Había un hombre de la secta de los fariseos, llamado Nicodemo, magistrado de los judíos. De noche vino a verme y dijo:
—“Rabí, sabemos que vienes de parte de Dios como Maestro; porque nadie puede hacer esas señales que Tú haces, si Dios no está con Él”.[1]
Le respondí:
—“En verdad, en verdad te digo: si uno no fuere engendrado de nuevo no puede ver el Reino de Dios”.
Díjome Nicodemo:
—“¿Cómo puede un hombre nacer si ya es viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el seno de su madre y nacer?”[2]
Le contesté:
—“En verdad, en verdad te digo, quien no naciere de agua y Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne, carne es, y lo que nace del Espíritu, espíritu es. No te maravilles de que te haya dicho: “Es necesario que nazcáis de nuevo”. El aire sopla donde quiere, y oyes su voz, y no sabes de dónde viene ni adónde va: así es todo el que ha nacido del Espíritu”.[3]
Y dijo Nicodemo:
—“¿Cómo puede ser eso?”
Y de nuevo le contesté:
—“¿Tú eres maestro de Israel, y esto no sabes? En verdad, en verdad te digo que lo que sabemos, esto hablamos; y lo que hemos visto, esto testificamos; y nuestro testimonio no lo aceptáis. Si cuando os he dicho cosas terrenas no me creéis, ¿cómo me vais a creer si os dijere cosas celestiales? Nadie ha subido al cielo, sino el que ha bajado del cielo, el Hijo del hombre que está en el cielo. Y como Moisés puso en alto la serpiente en el desierto, así es necesario que sea puesto en alto el Hijo del hombre, para que todo el que crea en Él alcance la vida eterna.[4]
Porque así amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo Unigénito, a fin de que todo el que crea en Él no perezca, sino que alcance la vida eterna. Porque no envió Dios a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por Él. Quien cree en Él, no es condenado; quien no cree, ya está condenado,[5] porque no creyó en el Nombre del Unigénito Hijo de Dios.
Este es el juicio: que la Luz ha venido al mundo, y amaron los hombres más las tinieblas que la Luz, porque eran malas sus obras. Porque todo el que obra el mal, aborrece la Luz, y no viene a la Luz, para que no sean puestas en descubierto sus obras; mas el que obra la verdad, viene a la Luz, para que se manifiesten sus obras como hechas en Dios”.
COMENTARIO DEL INGENIERO
Con privilegiada memoria redactó san Juan este encuentro entre Jesús y Nicodemo, un fariseo ilustre, un magistrado del sanedrín de reconocido prestigio. Debió de ser en Jerusalén, en los días de celebración de la Pascua judía que nos ha mencionado en el apartado anterior. Jesús se ha instalado, temporalmente, en la misma ciudad de Jerusalén. Proclama su doctrina, hace milagros y con autoridad divina expulsa a los vendedores de la Casa de su Padre, del Templo de los judíos, como anteriormente hemos visto. Las turbas le seguían, pero la autoridad religiosa le miraba con antipatía y recelo, no creían en Él.
Pero he aquí que un ilustre fariseo se siente vivamente impresionado de su doctrina, pero sobre todo de sus milagros, aunque no creyera plenamente en Él. Era uno de los príncipes de Israel, un hombre eminente por su ciencia y posición, maestro y miembro del sanedrín, condición que le obligaba a no dar ningún paso en materia religiosa sin gran cautela. Su nombre es Nicodemo y era considerado como una de las lumbreras de la ciencia rabínica. Además, era un hombre rico.
Viene a ver a Jesús de noche. No quería indisponerse con sus compañeros. Probablemente fuera conocido del joven san Juan, hijo de Alfeo, el mismo que escribe este coloquio, el mismo, además, que nos comunica (Jn 18,15) que también conocía a Caifás, sumo sacerdote, y como Nicodemo, preeminente miembro del sanhedrín.
Puedo imaginarme la escena. Ya ha anochecido. Jesús está en el interior de la casa, a la puerta de ella conversan varios discípulos entre los cuales se encuentra san Juan que se percata de Nicodemo, que viene hacia ellos. San Juan le reconoce y no puede evitar un vuelco en el corazón. Presto abandona el grupito, se adentra en la casa y pone en conocimiento de Jesús que un insigne maestro de Israel viene a visitarle.
Quizá, Jesús, saliera a su encuentro y en la puerta de la casa le recibiera. Con pocas palabras ambos se entienden, se saben atentamente observados por los discípulos. El Señor le da la bienvenida, no le pregunta cuál es la causa de su visita, le mira fijamente, conoce su corazón y la causa de sus dudas. Se desean la paz. Jesús percibe la inquietud de este fariseo que está un poco cortado, en su presencia, ante testigos que le escrutan sin perder un solo detalle de sus movimientos, de sus palabras.
Creo no estar lejos de la objetividad si aseguro que Jesús le indicaría el camino, al ilustre visitante, hacia un lugar más o menos apartado del núcleo interior de la casa, quizá en la azotea, justo donde solos los dos pudieran iniciar una amable conversación. Quien va a preguntar es Nicodemo. Pretende averiguar quién es este Joven y evidentemente no tiene intención de polemizar con este Hombre de Dios que tanto le atrae. A la vista de una concurrencia ávida de conocer la razón de su visita, es más que razonable y lógico que este diálogo se hiciera en privado y sin testigos.
Deduzca, quien esté leyendo, por sí mismo. Si esto fue cabalmente como lo he expuesto, ¿cómo pudo san Juan escribir este episodio a tantos años vista de cuando sucedió? Si no estuvo presente en esta entrevista, ¿quién le informó tan pormenorizadamente de los temas tratados?
Estoy seguro que san Juan no se llegó a Cristo y le dijo: “Oye, Jesús, ¿de qué has hablado con Nicodemo?" Sin embargo, es más que probable que con el tiempo, más de una vez se encontraran san Juan y Nicodemo, sobre todo después de que Jesucristo ascendiera a los cielos. Los dos, que desde tiempo ya se conocían, ahora que les une un mismo ideal, no solo se conocen mejor, sino que además les une un mismo amor, el amor de Jesucristo. Si esto fue así ¿qué inconveniente hay en aceptar que la fuente de información de san Juan, en este suceso, fuera el mismo Nicodemo?
[1] Nicodemo mide sus palabras. Habla en plural, como si viniera a informarse en nombre del sanedrín. Le reconoce como Maestro, más por las señales que Jesús ha hecho que por la doctrina que ha proclamado al pueblo que le escucha. Viene de noche, de incógnito, porque no pretende dar publicidad a esta visita. En cualquier caso, a este hombre le impele un noble corazón.
[2] Jesús entra en materia de inmediato. Le habla a un hombre ya mayor y muy versado en la escritura, que de primeras oye a un Joven que se presenta como conocedor de un Reino de Dios que no es de este mundo, que le asegura la necesidad de nacer de nuevo para captar este Reino. Nicodemo se desconcierta y articula dos preguntas que evidencian la poca disposición de su razón para entrar en coloquio metafísico con este Galileo.
[3] Un creyente entiende la respuesta de Jesús. Nacer de agua y Espíritu lo reconoce como el bautismo, un sacramento de la Iglesia, en virtud del cual, la persona que lo recibe, un hombre o una mujer, que ha nacido, según la carne, de una madre humana, vuelve a nacer, misteriosamente, pero esta vez del Espíritu Santo. Dios es Espíritu (Jn 4,24), así lo asegura Jesucristo. Nacer del Espíritu es nacer del Padre Dios y esto supone adquirir un transcendental derecho que, a mi juicio, solo se da en el bautizado en la Fe. Es decir, al nacer del Espíritu se conquista la potestad de la filiación divina, que en definitiva nos hace partícipes de la naturaleza divina de Dios Uno y Trino.
[4] Jesús es el Hijo del hombre, es el Hijo de Dios, que ha bajado del cielo, que está en el cielo. Manifiesta que, como la serpiente fue puesta en alto por Moisés en el desierto, así es necesario que sea puesto en alto Él mismo. Y para ello ha de morir muerte excruciante de Cruz. Quien contemple al Hijo de Dios, crucificado, y no descubra su divinidad, quien no tenga fe en Él, está destinado, irremisiblemente, a una eternidad sin esperanza, a una desgraciada muerte eterna, sin fin. Quien ponga la vista sobre este Hombre, clavado en un palo, y crea en Él, tomará posesión de la vida eterna, ya incoada en este vivir terreno con fecha de caducidad.
[5] Amó tanto el Padre Dios a todos los hombres que, en una locura divina, hace bajar a su Hijo del cielo y lo entrega en manos de los hombres que habían de darle muerte de Cruz. La condenación es un misterio insondable, consecuencia de la libertad del hombre que escoge su último destino con plena conciencia. El hombre sabe muy bien que vive en tinieblas y no desea salir de ellas, sabe que al otro lado está la eternidad y libremente la elige en infinita desesperanza.

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