TEMA 109 SOLO TEXTO

TEMA 109   Bendigo a los niños. (Mt 19,13-15; Mc 10,13-16; Lc 18,15-17)
[Los Sinópticos, casi con idénticas palabras, nos relatan esta entrañable escena, que muestra el infinito amor de Jesús por los niños. Los discípulos reñían a las mamás que pretendían que el Señor tocara y bendijera a sus hijos. A duras penas podían retener a estas benditas madres. Cristo se percata de la actitud de sus discípulos y los llama para que dejen en paz a los pequeños. San Marcos será más expresivo que san Mateo y san Lucas, porque nos asegura que el Maestro se enojó con aquellos hombres que impedían la bendición de los niños. Leemos]:
TEXTO CONCORDADO Y AUTOBIOGRÁFICO
Me presentaban también a mis queridos niños, para que pusiese las manos sobre ellos y recitase una oración. Mas mis discípulos al verlo, reñían a los niños y a los que los traían. Advirtiendo esto, me enojé y llamando a mí a los pequeñuelos, les dije a mis discípulos:
—“Dejad en paz a los niños y no les impidáis que vengan a mí, porque de los tales es el Reino de Dios. En verdad, os digo, quien no reciba el Reino de Dios como niño, no entrará en él”.[1]
Y después de abrazarlos y bendecirlos, habiendo puesto mis manos sobre ellos, partí de allí.
COMENTARIO
El final del Evangelio se nos echa encima. No tendré otra oportunidad de dejar constancia de lo que ha supuesto para mí la inocencia de un niño, de una niña. Al volver la vista atrás, me vienen recuerdos de la infancia que ejercí, justo después de una guerra fratricida que dejó a mi país en la miseria. Vivíamos en la calle. Ahora ya, casi cumplidos mis días, dejo en herencia lo que a continuación se puede leer. Es una meditación sobre la inocencia que quizá, no haya perdido del todo gracias a la misericordia de un Padre Bueno al que le dedico estos pensamientos que quedan escritos para siempre con el título de:
+LA ESPERANZA+
Amiga mía, amigo mío, invoqué a mi Dios para que me mostrara lo más bello y sublime que había creado. Aceptó mi súplica y me dispuse a contemplar, en el horizonte, la bella combinación de luces de una Naturaleza que se me haría patente al alba o al ocaso de un precioso día. El Autor de la vida, me susurró al oído: “Mira detrás de ti, hijo mío”. Giré la cabeza y en un emocionado sobresalto me encontré con los ojos de un niño.
Me arrodillé para que mis ojos quedaran a la altura de esta encantadora mirada y me extasié de la hermosura de estas pupilas, que penetraron mi alma. Fascinado por el encanto de este semblante, busqué el rostro de mi Padre Dios y pude apreciar su sonrisa divina, que me descubría la infinita ternura y complacencia del Creador por su criatura.
Amiga mía, amigo mío, estos son los ojos de mi prójimo, que me reivindican el supremo derecho de ser amados tal y como a mí mismo me amo. Y la verdad es que, para amar, a quien así me examina, no preciso de mayor entrega que el dejarme llevar por el inmenso cariño que se despierta en mi alma hacia este ser humano. Me siento hipnotizado por una inmaculada mirada que pregunta: “¿Es verdad que me quieres?”
Estos ojos me han embargado el corazón, experimento en lo más noble de mi ser, que me hallo frente a una huella divina, que interpela a mi espíritu para volcar, sobre quien así me mira, todo el sagrado afecto que me demanda su misteriosa dignidad. Ahora tengo ante mí los ojos de otros dos niños, uno con rasgos orientales y otro, africanos. Me vuelvo hacia el rostro de mi Padre Dios, de nuevo contemplo su sonrisa divina, e inclinándose a mi oído, en baja voz, me asegura: “Estos, también son hijos míos”.
La inmensa hondura de esta mirada, tan profunda como el mar, está comprometiéndome el alma, porque, sin saber explicarlo, oigo, en el silencio de mi reflexión, una palabra que no vocaliza y sin embargo mis oídos la captan meridiana. Los ojos, de estos seres humanos, me interpelan con una pregunta que estoy obligado a contestar. Estas bellísimas retinas, fijas en las mías, me interrogan: “Yo te quiero, ¿me quieres tú a mí?”
Amiga mía, amigo mío, en este periodo de la historia del hombre que me ha tocado vivir, he sido testigo de un misterio de maldad inimaginable. ¿Cómo es posible que estos ojos sean torturados por otro ser humano? Vuelvo a girar la cabeza para encontrarme con el rostro de mi Padre Dios y ahora lo contemplo inundado de tristeza infinita. Sin saber cómo expresarlo, trato de abrazar a mi Dios en estas criaturas... Padre mío, ¿qué puedo hacer?
Siento, al tacto, el suave calor de unas manitas que se han aferrado a mis dedos de bisabuelo. Reconozco en esta mirada el alma de mis hijos, de mis nietos y bisnietos. No me he negado a dar la vida por los míos. Se la he dado poquito a poco, en mi insignificante existir. Amiga mía, amigo mío, debo confesarle que estos desconocidos ojos me demandan el mismo cariño, caricias y ternura. No llevan mi sangre y sin embargo me comprometen con el mismo e imperativo derecho de aquellos que llevan la esencia de mis entrañas.
He contemplado, a través de los ojos de Cristo, el rostro humano en sus incipientes años. Quedo profundamente enamorado de lo que mi Padre Dios me presenta como lo más bello que ha creado. No sé explicar el sentimiento que me embelesa, no alcanzo a saber si esta pasión por el hombre, que me conmueve, es patrimonio de mi alma o de este divino Loco de amor, Jesucristo, que al fijar sobre mí su mirada me ha hecho mirar con sus ojos, me ha hecho algo de Sí mismo.




[1] ¿Está claro? Tener el corazón de niño y ciencia y conciencia de adulto es lo que pide el Señor.

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