TEXTO
CONCORDADO Y AUTOBIOGRÁFICO
Me despojaron de la clámide
y me vistieron con mis propios vestidos y me llevaron de allí a
crucificar.
Llevando a cuestas mi Cruz,
salí hacia el lugar de crucifixión. Y en
el camino se encontraron a un hombre de Cirene, que por allí pasaba, cierto
Simón que venía del campo, el padre de Alejandro y de Rufo. A este echando mano de él le requirieron y le
pusieron en hombros la Cruz para que la llevase detrás de mí. Seguíanme gran
muchedumbre de pueblo y de mujeres las cuales me plañían y lamentaban. Volviéndome
a ellas, les dije:
—“Hijas de Jerusalén, no lloréis sobre mí,
sino llorad más bien sobre vosotras mismas y sobre vuestros hijos. Porque,
mirad, vendrán días en que dirán:
“Dichosas las estériles, y los vientres que no engendraron, y los pechos que no
criaron”. Entonces comenzarán a decir a los montes: “Caed sobre nosotros”, y a los collados: “Sepultadnos”. Porque si en el leño verde esto hacen, ¿en el seco
que se hará?”
Eran también llevados otros
dos, malhechores, para ser ajusticiados conmigo. Llegamos al lugar llamado “Cráneo”, que en hebreo se dice Gólgota.
Me dieron vino mirrado, vino mezclado con hiel; mas habiéndolo gustado, no
quise beberle. Y allí me crucificaron
y también a los dos ladrones, uno a mi derecha y otro a mi izquierda. Era la
hora tercia y fue cumplida la Escritura que dice: “Y fue contado entre los inicuos”. Yo decía:
—“¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen!”
Pilato escribió un título,
la inscripción de mi causa, y la puso sobre la Cruz por encima de mi cabeza. Y
estaba escrito:
“Este
es Jesús el Nazareno el Rey de los Judíos”.
Este título, pues,
leyéronlo muchos de los judíos, pues estaba cerca de la ciudad el lugar donde
fui crucificado, y estaba escrito en hebreo, en latín y en griego. Decían,
pues, a Pilato los sumos sacerdotes de los judíos:
—“No escribas: “El Rey de los judíos”, sino que “Él
dijo: Rey soy de los judíos”.
Respondió Pilato:
—“Lo
que he escrito, escrito está”.
Los soldados, pues, como ya
me hubieran crucificado, tomaron mis vestidos, e hicieron cuatro partes, una
parte para cada soldado, y la túnica. Era la túnica sin costura, tejida desde
arriba toda ella. Dijeron, pues, entre sí:
—“No la rasguemos, sino
echemos suertes sobre ella, a ver de quién será”.
Para que se cumpliese la
Escritura que dice: “Repartieron mis
vestiduras y sobre mi vestido echaron suerte”. Los soldados, pues, esto
hicieron. Y sentados me guardaban. Y estaba allí el pueblo mirando. Y los que
por allí pasaban me ultrajaban moviendo sus cabezas, y diciendo:
—“¡Ea! Tú, el que destruye
el santuario y en tres días le reedifica, sálvate a Ti mismo, si es que eres
Hijo de Dios, y baja de la Cruz”.
De semejante manera también
los sacerdotes, a una con los escribas y ancianos, en son de burla decían entre
sí:
—“A otros salvó, a sí mismo
no puede salvarse; el Mesías, el Rey de Israel, el Elegido, baje ahora de la
Cruz, para que lo veamos y creamos. Baje ahora de la Cruz y nos comprometemos a
creer en Él. Ha puesto en Dios su confianza: líbrele ahora, si de verdad le
quiere, como dijo: “De Dios soy Hijo”.
Burlábanse de mí también
los soldados, que acercándose me ofrecieron vinagre, diciendo:
—“Si Tú eres el Rey de los
judíos, sálvate a Ti mismo”.
También los que habían sido
crucificados conmigo me ultrajaban. Uno de ellos que estaba colgado me
insultaba diciendo:
—“¿No eres Tú el Mesías?
Sálvate a Ti mismo y a nosotros”.
Mas el otro, respondiendo,
le reconvenía, diciendo:
—“¿Ni siquiera temes tú a
Dios, estando en el mismo suplicio? Nosotros, a la verdad, lo estamos
justamente, pues recibimos el justo pago de lo que hicimos; mas Este nada
inconveniente ha hecho”.
Y me decía:
Yo le dije:
—“En verdad te digo que hoy estarás conmigo
en el Paraíso”.[2]
Estaban junto a mí,
crucificado, mi Madre y la hermana de mi Madre, María de Cleofás, y María
Magdalena. Viendo a mi Madre, y junto a ella al discípulo a quien Yo tanto
amaba, Juan, le dije:
—“Mujer, he ahí a tu hijo”.[3]
Luego dije a Juan:
—“He ahí a tu Madre”.[4]
Y desde aquella hora Juan
la tomó en su compañía.
Llegó la hora sexta y se
produjeron tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora nona, habiendo faltado
el sol. Y hacia la hora nona clamé con gran voz:
—“¡Eloí, Eloí, ¿Lamá sabaktaní?!” “¡Dios mío,
Dios mío, ¿Por qué me desamparaste?!”
Algunos de los que allí
estaban al oírme decían:
—“Mira, a Elías
llama”.
Después de esto, ya
sabiendo que todas las cosas estaban cumplidas, para que se cumpliera la
Escritura dije:
—“Tengo
sed”.
Había allí una vasija llena
de vinagre; al punto, tomando, pues, uno una esponja empapada en el vinagre y
clavándola en una caña de hisopo, me la acercaron a la boca para darme de
beber. Mas los demás decían:
—“Deja, veamos si viene
Elías a salvarle”.
Cuando, pues, hube tomado
el vinagre, dije:
—“Consumado está”.
Y clamando con voz poderosa
dije:
—“¡Padre, en tus manos encomiendo mi
Espíritu!”[5]
Y dicho esto, incliné la
cabeza y entregué el Espíritu a mi Padre.
COMENTARIO
Acabamos de leer la concordancia más importante del texto
evangélico que nos ocupa. En una sola redacción se ha escrito la
crucifixión y muerte de Cristo. Los cuatro evangelistas han relatado este
suceso aportando datos semejantes, pero con expresión y estilo diferentes.
Recordamos que san Mateo, san Marcos (San Pedro) y san Juan pudieron ser
testigos directos de todos los hechos mostrados en esta lectura. San Lucas,
escribirá con información de terceros. Hacia el año 70 d.C. los Sinópticos ya
habían escrito sus Evangelios. Treinta años después (100 d.C.) lo escribe san
Juan, aportando escenas evangélicas importantísimas que no estaban reseñadas en
los tres primeros escritos.
A quien lee los Evangelios
sin concordar, le será muy difícil integrar en una sola reflexión la fiel
interpretación de un pasaje determinado que esté recogido en los cuatro
escritos sagrados. Esto sucede, precisamente, en el apartado que acabamos de
leer. Por ejemplo, si busco el detalle de que un tal Simón de Cirene le
requirieron para que llevase la Cruz de Jesús, veré que esto lo dicen san Mateo
y san Marcos, pero con una diferencia, solo san Marcos, especifica que el tal
Cireneo era el padre de Alejandro y de Rufo, dos jóvenes, posibles cristianos,
supuestamente, muy reconocidos en estos principios del cristianismo. Hay otras
ideas al respecto que dejamos a la consideración de quien está leyendo, por
ejemplo:
1. Cuando llevan a Jesús a crucificar, como ya
hemos visto, requieren a Simón de Cirene para que lleve la Cruz del Reo. Si san
Juan no hubiese escrito su Evangelio, se podría deducir que Cristo no cargó con
la Cruz. En Jn 19,17 leemos: “y, llevando
a cuestas su cruz, salió hacia el lugar llamado el Cráneo, que en hebreo se
dice Gólgota”. Para que este hecho sea consecuente con los textos, he de
interpretar que, al poco de que Jesús cargase con su Cruz, se desfalleció y
entonces entra en escena el Cireneo.
2. Por san Lucas (Lc 23,32) puedo suponer que el
patético cortejo, que se encaminaba hacia el Gólgota, estaba formado por Jesús,
llagado hasta la planta de los pies, en precario equilibrio, seguido del
Cireneo cargando con la Cruz y por último otros dos reos, dos hombres que
portaban su propia cruz, el patíbulo donde iban a ser ejecutados. Para san
Mateo y san Marcos, estos hombres fueron ladrones. Para san Lucas, malhechores.
Para san Juan, simplemente, dos hombres.
3. El lugar donde se había de consumar la ejecución,
era llamado Gólgota. San Mateo y san Marcos, dicen que tal nombre quería decir:
“Lugar del Cráneo”. San Lucas, lo
denomina Cráneo, y san Juan especifica que al lugar se le llamaba Cráneo,
palabra que traducida al hebreo se dice Gólgota. Ahora, a este monte le
llamamos Calvario, palabra latina que significa Calavera.
4. Solo san Lucas (“el evangelista de la mujer”) nos dará a conocer que, en el camino
de la amargura, Jesús se volvió hacia las mujeres, que le seguían llorando,
diciéndoles: “Hijas de Jerusalén, no
lloréis sobre mí, sino llorad más bien sobre vosotras mismas y sobre vuestros
hijos. Porque, mirad, vendrán días en que dirán: Dichosas las estériles, y los
vientres que no engendraron, y los pechos que no criaron. Entonces comenzarán a
decir a los montes: Caed sobre nosotros, y a los collados: Sepultadnos (Os.
10,8). Porque si en el leño verde esto hacen, ¿en el seco qué se hará?”. Lc
23,28-31. Entre estas mujeres, ¿se encontraba la Virgen María? Es lo más
probable. No puedo sujetar la imaginación al considerar que esta Madre,
estremecida, muda, con la sangre helada en las venas y sin lágrimas, porque ya
las había agotado, cruzó la mirada con la de su Hijo en un absorto silencio que
testificaba una mutua e infinita pena.
5. San Mateo y san Marcos, refieren que, cuando
van a crucificar a Jesús, le ofrecen un narcótico. San Marcos, asegura que era
vino mezclado con mirra. San Mateo, que era vino mezclado con hiel. Cristo, al
gustarle y darse cuenta de lo que le ofrecían, no quiso beberlo (San Mateo). San
Marcos, dirá que, de primeras, lo rechazó sin gustarle. El Hijo de Dios tenía
que agotar el Cáliz, que su Padre le dio a beber, hasta las heces.
6. Comienza
la crucifixión, probablemente simultánea, de los tres hombres. A dos de ellos
les oímos los alaridos por el paroxístico dolor que están sufriendo. A Jesús,
con el mismo dolor, incrementado por la inhuma flagelación, se le oye un
profundo gemido enlazado con un ruego, con unas inimaginables palabras: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen”. Lc 23,34.
7. Ya
están los tres hombres colgados, cada uno de su palo en forma de cruz. Cristo
en medio. San Marcos escribe: Y fue
cumplida la Escritura que dice: Y fue contado entre los inicuos (Is. 53,12).
Por encima de la cabeza tienen una tablilla en la que se indica la causa de su
condena. En la de Cristo, Según san Mateo leemos: Este es Jesús, el Rey de los judíos. Según san Lucas, que
especifica que tales palabras están escritas en griego, en latín y en hebreo: Este es el Rey de los judíos, y según
san Juan: Jesús el Nazareno, el Rey de
los judíos. Solo el evangelista anciano, cuando escribió su Evangelio, san
Juan, recordará que sobre este título protestaron los judíos. Pretendieron
cambiarlo, pero Pilato, en el único gesto de autoridad que se le reconoce, se
negó con una frase lapidaria, significativa y eterna que suscribo para este
Libro: “Lo que he escrito, escrito está”.
8. San
Mateo y san Lucas, nos hacen entender que las cruces se proyectaban sobre un
cielo ennegrecido, porque las tinieblas cubrieron toda la tierra. Solo san
Mateo escribe que, también, entre los que insultaban a Jesucristo, en un
principio, estaban los dos hombres con Él crucificados. Sin embargo, gracias a
san Lucas conocemos un coloquio entre los reos que conmueve al más agnóstico de
los hombres o mujeres que tuvieren ocasión de leer lo que hemos leído. Escribe
el evangelista de la Misericordia: Uno de
los malhechores que estaban colgados le insultaba, diciendo: ¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y
a nosotros. Mas el otro, respondiendo, le reconvenía, diciendo: ¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el
mismo suplicio? Nosotros, a la verdad, lo estamos justamente, pues recibimos el
justo pago de lo que hicimos; mas este nada inconveniente ha hecho. Y decía
a Jesús: Acuérdate de mí cuando vinieres
en la gloria de tu realeza. Díjole: En
verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso. Lc 23-39-43. ¿Qué
le parece? Un malhechor inauguró el cielo, tal y como debe ser ahora.
9. San
Juan, pone a la vista que los verdugos de Jesús fueron cuatro soldados, que
decidieron sortear las vestiduras de Cristo y para ello hicieron cuatro partes.
La túnica del Señor la sortearon y con esto, según el evangelista, dieron
cumplimiento a la Escritura que dice: “Repartiéronse
mis vestiduras y sobre mi vestido echaron suerte”. (Sal. 22,19).
10. Sin san Juan, jamás hubiéramos entendido que
Jesús dejó en manos de los hombres, que creyeran en Él, su mejor herencia: la filiación divina y esta otra filiación
que acabamos de ver instituida por el Hijo de Dios y en virtud de la cual la
Madre de este Crucificado es también la Madre de todo hombre o mujer que venga
a ser en este mundo y reciba el Bautismo cristiano. Así como suena. Cuando
Cristo presiente su inminente expiración, entrega a toda mujer u hombre,
representado en el joven san Juan, a su propia Madre, que a su vez recibirá a
toda mujer y todo hombre como hija o hijo de sus maternales entrañas, las
mismas que dieron vida humana al Hijo Único de Dios. Quien la acepta como
Madre, la sentirá como tal. Dios ha puesto a mi disposición un Océano de
gracia. Esta Madre de Dios es la misma Madre mía. San Juan no es más
hijo de Ella que yo lo pueda ser. Ella es la Madre mía, como quien es, aunque
yo solo sea hijo suyo, como quien soy, como soy, con todas mis carencias y mi
indignidad que harán que no pueda alcanzar a comprender de quien soy hijo para
siempre. Mi Madre es la Madre de Dios, esto es incuestionable para mi
fe, aunque yo solo sea miseria en la miseria. Leemos en san Juan: “Estaba junto a la cruz de Jesús su Madre y
la hermana de su Madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, pues,
viendo a la Madre, y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dice al
discípulo: He ahí a tu Madre. Y
desde aquella hora la tomó el discípulo en su compañía”. Jn 19,25-27.
11. Sobre la hora nona, dicen san Mateo, san
Marcos y san Lucas, se llega al final. Según san Mateo, las últimas palabras,
en arameo, de Jesús clamadas a gran voz fueron: “Elí, Elí, lemá sabakhthaní, esto es, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
desamparaste?” (Sal. 22,2). San Marcos, también deja escrito en arameo las
últimas palabras dichas, con la voz en grito, de Jesús: “Eloí, Eloí, lamá sabakhthani, que, traducido, es: Dios mío, Dios mío,
¿por qué me desamparaste? (Sal. 22,2). Jesús, según san Juan dice: “Tengo sed”, y al arrimarle una esponja
de vinagre, le gustó y al instante falleció articulando estas palabras: “Consumado está”. Finalmente, según san
Lucas, el Hijo del hombre murió diciendo con voz poderosa: “¡Padre, en tus manos encomiendo
mi Espíritu!”. (Sal. 31,6).
También
ahora, toca reflexionar un poquito, echar la cabeza hacia atrás, apoyarla en el
respaldo del sillón de nuestra sala de estar, de nuestro despacho…, cerrar los
ojos y tratar de serenar nuestro espíritu, meditando sobre lo que acabamos de
leer. Para su consideración dejo escrito con lo que me he quedado:
+MORIR DE PENA+
Los ojos son las puertas
del alma. Como una madre mira a su hijo, nadie puede hacerlo. Solo Dios penetra
con esta mirada de madre. Un hombre será, perpetuamente, el hijo del alma de su
madre, por mucha edad que tenga, siempre será el “niño de las entrañas de mamá”.
A Jesucristo le crucifican
en presencia de su Madre, que estaba lo suficientemente cerca como para oír el
golpe del hierro sobre hierro, un sonido inolvidable, que dejó helada la sangre
en sus venas, porque al unísono, captó el quejido contenido, entre los dientes
apretados, de un Hombre al que le están atravesando los pulsos.
Este Hombre es su Hijo, el
Hijo de Dios, un Hombre Crucificado, a quien se le añade la pena de saberse
contemplado, en este patético estado, por su Madre, una Mujer cuya alma se
desgarra en un lamento infinito, capaz de conmover el Espíritu del Padre Dios,
divino Espectador de un cuadro de dolor sobrehumano.
La Madre conoce este mayor
padecer del Hijo por estar a su lado, pero le es imposible separarse del pie de
la Cruz donde su “Niño” se retuerce
desgarrando aún más el nervio y el tendón de sus extremidades crucificadas.
Esta escena quedó fija en el horizonte de un Universo que, voluntariamente, se
tapa los ojos para no ver.
Así es, el profundo sentimiento
de compasión que esta escena genera en el alma de cualquier hombre o mujer que
tenga corazón, pone a prueba el instinto de conservación, porque en este
trance, se genera un deseo inmarcesible de padecer con esta Madre que padece y
de morir con este Hijo que se muere.
Querer ayudar a esta Mujer,
a la que, más de una vez, le has asegurado que la amas con pasión, como a nadie
has amado en el mundo, supone experimentar un misterio de intercomunicación
entre una Madre de ayer y un hijo de hoy, que ni la ve ni la oye, y sin embargo
la reconoce en este sentirse penetrado por su insondable mirada.
Pretender abrazar a esta
Madre, más allá del tiempo y la distancia que me separa de Ella, implica dar
rienda suelta a una suprema compasión que te conecta con el horror de su alma, y
entonces, lo que deseas, es lo mismo que Ella desea: morir con el que está
muriendo muerte excruciante de Cruz.
Mantener este estado
anímico, aunque sea por tiempo brevísimo, me produce una pena indefinible. A
duras penas soporto este paroxístico trance y sin embargo no puedo apartar de
mi pensamiento estas enternecedoras lágrimas que me suplican compasión.
Comparto, con el corazón
roto, la agonía de mi Dios y la agonía de su Madre y Madre mía. El sempiterno amor con el que amo a esta
Mujer, que fija su bellísima mirada en mi alma, me vincula a Ella en el ayer,
en el hoy y en el mañana, para siempre, de su existencia. Esta patética escena,
me queda, aproximadamente, a dos mil años en el tiempo y sin embargo, en este
sagrado misterio del amor, que tan sobrenaturalmente nos une, mi cariño, mi
devoción y mi ternura operan en el pasado, en el presente y en el futuro de
esta Madre, que a su vez me hace sentir, para bienaventuranza mía, que por Ella
soy extraordinariamente amado, como jamás ninguna otra persona me ha amado, en
el ayer, en el hoy y en el mañana, para siempre, de mi pobre existencia, porque
nada hay imposible para Dios.
[1] Un pecador, ¿qué más puede
pedir?
[2] ¿Qué más se puede dar?
[3] Madre, también nosotros somos
hijos tuyos.
[4] Dios mío, no pido más.
[5] ¿Qué locura es ésta? ¿Quién
puede comprenderte, Padre mío? Nos has hecho deudores eternos de tu amor
infinito. La eternidad amándote, con toda el alma, con todo el ser, no paga la
suprema gratitud con la que debo adorarte en amor, Padre de mi vida.
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