TEMA 164 SOLO TEXTO

TEMA 164   Mi crucifixión, mi agonía y mi muerte.  (Mt 27,31-50; Mc 15,20-37; Lc 23,26-46; Jn 19,17-30)
TEXTO CONCORDADO Y AUTOBIOGRÁFICO
Me despojaron de la clámide y me vistieron con mis propios vestidos y me llevaron de allí a crucificar. 
Llevando a cuestas mi Cruz, salí hacia el lugar de crucifixión.  Y en el camino se encontraron a un hombre de Cirene, que por allí pasaba, cierto Simón que venía del campo, el padre de Alejandro y de Rufo.  A este echando mano de él le requirieron y le pusieron en hombros la Cruz para que la llevase detrás de mí. Seguíanme gran muchedumbre de pueblo y de mujeres las cuales me plañían y lamentaban. Volviéndome a ellas, les dije: 
—“Hijas de Jerusalén, no lloréis sobre mí, sino llorad más bien sobre vosotras mismas y sobre vuestros hijos. Porque, mirad, vendrán días en que dirán: “Dichosas las estériles, y los vientres que no engendraron, y los pechos que no criaron”. Entonces comenzarán a decir a los montes: “Caed sobre nosotros”, y a los collados: “Sepultadnos”. Porque si en el leño verde esto hacen, ¿en el seco que se hará?” 
Eran también llevados otros dos, malhechores, para ser ajusticiados conmigo. Llegamos al lugar llamado “Cráneo”, que en hebreo se dice Gólgota. Me dieron vino mirrado, vino mezclado con hiel; mas habiéndolo gustado, no quise beberle. Y allí me crucificaron y también a los dos ladrones, uno a mi derecha y otro a mi izquierda. Era la hora tercia y fue cumplida la Escritura que dice: “Y fue contado entre los inicuos”. Yo decía: 
—“¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen!” 
Pilato escribió un título, la inscripción de mi causa, y la puso sobre la Cruz por encima de mi cabeza. Y estaba escrito: 
“Este es Jesús el Nazareno el Rey de los Judíos”. 
Este título, pues, leyéronlo muchos de los judíos, pues estaba cerca de la ciudad el lugar donde fui crucificado, y estaba escrito en hebreo, en latín y en griego. Decían, pues, a Pilato los sumos sacerdotes de los judíos: 
—“No escribas: “El Rey de los judíos”, sino que “Él dijo: Rey soy de los judíos”. 
Respondió Pilato: 
—“Lo que he escrito, escrito está”. 
Los soldados, pues, como ya me hubieran crucificado, tomaron mis vestidos, e hicieron cuatro partes, una parte para cada soldado, y la túnica. Era la túnica sin costura, tejida desde arriba toda ella. Dijeron, pues, entre sí: 
—“No la rasguemos, sino echemos suertes sobre ella, a ver de quién será”. 
Para que se cumpliese la Escritura que dice: “Repartieron mis vestiduras y sobre mi vestido echaron suerte”. Los soldados, pues, esto hicieron. Y sentados me guardaban. Y estaba allí el pueblo mirando. Y los que por allí pasaban me ultrajaban moviendo sus cabezas, y diciendo: 
—“¡Ea! Tú, el que destruye el santuario y en tres días le reedifica, sálvate a Ti mismo, si es que eres Hijo de Dios, y baja de la Cruz”. 
De semejante manera también los sacerdotes, a una con los escribas y ancianos, en son de burla decían entre sí: 
—“A otros salvó, a sí mismo no puede salvarse; el Mesías, el Rey de Israel, el Elegido, baje ahora de la Cruz, para que lo veamos y creamos. Baje ahora de la Cruz y nos comprometemos a creer en Él. Ha puesto en Dios su confianza: líbrele ahora, si de verdad le quiere, como dijo: “De Dios soy Hijo”. 
Burlábanse de mí también los soldados, que acercándose me ofrecieron vinagre, diciendo: 
—“Si Tú eres el Rey de los judíos, sálvate a Ti mismo”. 
También los que habían sido crucificados conmigo me ultrajaban. Uno de ellos que estaba colgado me insultaba diciendo: 
—“¿No eres Tú el Mesías? Sálvate a Ti mismo y a nosotros”. 
Mas el otro, respondiendo, le reconvenía, diciendo: 
—“¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Nosotros, a la verdad, lo estamos justamente, pues recibimos el justo pago de lo que hicimos; mas Este nada inconveniente ha hecho”. 
Y me decía: 
 —“¡Jesús, acuérdate de mí cuando vinieres en la gloria de tu realeza!”[1]
Yo le dije: 
—“En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso”.[2]
Estaban junto a mí, crucificado, mi Madre y la hermana de mi Madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Viendo a mi Madre, y junto a ella al discípulo a quien Yo tanto amaba, Juan, le dije:
“Mujer, he ahí a tu hijo”.[3]
Luego dije a Juan: 
“He ahí a tu Madre”.[4] 
Y desde aquella hora Juan la tomó en su compañía. 
Llegó la hora sexta y se produjeron tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora nona, habiendo faltado el sol. Y hacia la hora nona clamé con gran voz: 
—“¡Eloí, Eloí, ¿Lamá sabaktaní?!” “¡Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me desamparaste?!” 
Algunos de los que allí estaban al oírme decían:
—“Mira, a Elías llama”. 
Después de esto, ya sabiendo que todas las cosas estaban cumplidas, para que se cumpliera la Escritura dije: 
 —“Tengo sed”. 
Había allí una vasija llena de vinagre; al punto, tomando, pues, uno una esponja empapada en el vinagre y clavándola en una caña de hisopo, me la acercaron a la boca para darme de beber. Mas los demás decían: 
—“Deja, veamos si viene Elías a salvarle”.
Cuando, pues, hube tomado el vinagre, dije: 
—“Consumado está”. 
Y clamando con voz poderosa dije: 
“¡Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu!”[5] 
Y dicho esto, incliné la cabeza y entregué el Espíritu a mi Padre. 
COMENTARIO
Acabamos de leer la concordancia más importante del texto evangélico que nos ocupa. En una sola redacción se ha escrito la crucifixión y muerte de Cristo. Los cuatro evangelistas han relatado este suceso aportando datos semejantes, pero con expresión y estilo diferentes. Recordamos que san Mateo, san Marcos (San Pedro) y san Juan pudieron ser testigos directos de todos los hechos mostrados en esta lectura. San Lucas, escribirá con información de terceros. Hacia el año 70 d.C. los Sinópticos ya habían escrito sus Evangelios. Treinta años después (100 d.C.) lo escribe san Juan, aportando escenas evangélicas importantísimas que no estaban reseñadas en los tres primeros escritos. 
A quien lee los Evangelios sin concordar, le será muy difícil integrar en una sola reflexión la fiel interpretación de un pasaje determinado que esté recogido en los cuatro escritos sagrados. Esto sucede, precisamente, en el apartado que acabamos de leer. Por ejemplo, si busco el detalle de que un tal Simón de Cirene le requirieron para que llevase la Cruz de Jesús, veré que esto lo dicen san Mateo y san Marcos, pero con una diferencia, solo san Marcos, especifica que el tal Cireneo era el padre de Alejandro y de Rufo, dos jóvenes, posibles cristianos, supuestamente, muy reconocidos en estos principios del cristianismo. Hay otras ideas al respecto que dejamos a la consideración de quien está leyendo, por ejemplo:
1.   Cuando llevan a Jesús a crucificar, como ya hemos visto, requieren a Simón de Cirene para que lleve la Cruz del Reo. Si san Juan no hubiese escrito su Evangelio, se podría deducir que Cristo no cargó con la Cruz. En Jn 19,17 leemos: “y, llevando a cuestas su cruz, salió hacia el lugar llamado el Cráneo, que en hebreo se dice Gólgota”. Para que este hecho sea consecuente con los textos, he de interpretar que, al poco de que Jesús cargase con su Cruz, se desfalleció y entonces entra en escena el Cireneo.
2.  Por san Lucas (Lc 23,32) puedo suponer que el patético cortejo, que se encaminaba hacia el Gólgota, estaba formado por Jesús, llagado hasta la planta de los pies, en precario equilibrio, seguido del Cireneo cargando con la Cruz y por último otros dos reos, dos hombres que portaban su propia cruz, el patíbulo donde iban a ser ejecutados. Para san Mateo y san Marcos, estos hombres fueron ladrones. Para san Lucas, malhechores. Para san Juan, simplemente, dos hombres.
3.   El lugar donde se había de consumar la ejecución, era llamado Gólgota. San Mateo y san Marcos, dicen que tal nombre quería decir: “Lugar del Cráneo”. San Lucas, lo denomina Cráneo, y san Juan especifica que al lugar se le llamaba Cráneo, palabra que traducida al hebreo se dice Gólgota. Ahora, a este monte le llamamos Calvario, palabra latina que significa Calavera. 
4.   Solo san Lucas (“el evangelista de la mujer”) nos dará a conocer que, en el camino de la amargura, Jesús se volvió hacia las mujeres, que le seguían llorando, diciéndoles: “Hijas de Jerusalén, no lloréis sobre mí, sino llorad más bien sobre vosotras mismas y sobre vuestros hijos. Porque, mirad, vendrán días en que dirán: Dichosas las estériles, y los vientres que no engendraron, y los pechos que no criaron. Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros, y a los collados: Sepultadnos (Os. 10,8). Porque si en el leño verde esto hacen, ¿en el seco qué se hará?”. Lc 23,28-31. Entre estas mujeres, ¿se encontraba la Virgen María? Es lo más probable. No puedo sujetar la imaginación al considerar que esta Madre, estremecida, muda, con la sangre helada en las venas y sin lágrimas, porque ya las había agotado, cruzó la mirada con la de su Hijo en un absorto silencio que testificaba una mutua e infinita pena.
5.   San Mateo y san Marcos, refieren que, cuando van a crucificar a Jesús, le ofrecen un narcótico. San Marcos, asegura que era vino mezclado con mirra. San Mateo, que era vino mezclado con hiel. Cristo, al gustarle y darse cuenta de lo que le ofrecían, no quiso beberlo (San Mateo). San Marcos, dirá que, de primeras, lo rechazó sin gustarle. El Hijo de Dios tenía que agotar el Cáliz, que su Padre le dio a beber, hasta las heces.
6.   Comienza la crucifixión, probablemente simultánea, de los tres hombres. A dos de ellos les oímos los alaridos por el paroxístico dolor que están sufriendo. A Jesús, con el mismo dolor, incrementado por la inhuma flagelación, se le oye un profundo gemido enlazado con un ruego, con unas inimaginables palabras: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Lc 23,34.
7.   Ya están los tres hombres colgados, cada uno de su palo en forma de cruz. Cristo en medio. San Marcos escribe: Y fue cumplida la Escritura que dice: Y fue contado entre los inicuos (Is. 53,12). Por encima de la cabeza tienen una tablilla en la que se indica la causa de su condena. En la de Cristo, Según san Mateo leemos: Este es Jesús, el Rey de los judíos. Según san Lucas, que especifica que tales palabras están escritas en griego, en latín y en hebreo: Este es el Rey de los judíos, y según san Juan: Jesús el Nazareno, el Rey de los judíos. Solo el evangelista anciano, cuando escribió su Evangelio, san Juan, recordará que sobre este título protestaron los judíos. Pretendieron cambiarlo, pero Pilato, en el único gesto de autoridad que se le reconoce, se negó con una frase lapidaria, significativa y eterna que suscribo para este Libro: “Lo que he escrito, escrito está”.
8.   San Mateo y san Lucas, nos hacen entender que las cruces se proyectaban sobre un cielo ennegrecido, porque las tinieblas cubrieron toda la tierra. Solo san Mateo escribe que, también, entre los que insultaban a Jesucristo, en un principio, estaban los dos hombres con Él crucificados. Sin embargo, gracias a san Lucas conocemos un coloquio entre los reos que conmueve al más agnóstico de los hombres o mujeres que tuvieren ocasión de leer lo que hemos leído. Escribe el evangelista de la Misericordia: Uno de los malhechores que estaban colgados le insultaba, diciendo: ¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros. Mas el otro, respondiendo, le reconvenía, diciendo: ¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Nosotros, a la verdad, lo estamos justamente, pues recibimos el justo pago de lo que hicimos; mas este nada inconveniente ha hecho. Y decía a Jesús: Acuérdate de mí cuando vinieres en la gloria de tu realeza. Díjole: En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso. Lc 23-39-43. ¿Qué le parece? Un malhechor inauguró el cielo, tal y como debe ser ahora.
9.  San Juan, pone a la vista que los verdugos de Jesús fueron cuatro soldados, que decidieron sortear las vestiduras de Cristo y para ello hicieron cuatro partes. La túnica del Señor la sortearon y con esto, según el evangelista, dieron cumplimiento a la Escritura que dice: “Repartiéronse mis vestiduras y sobre mi vestido echaron suerte”. (Sal. 22,19).
10. Sin san Juan, jamás hubiéramos entendido que Jesús dejó en manos de los hombres, que creyeran en Él, su mejor herencia: la filiación divina y esta otra filiación que acabamos de ver instituida por el Hijo de Dios y en virtud de la cual la Madre de este Crucificado es también la Madre de todo hombre o mujer que venga a ser en este mundo y reciba el Bautismo cristiano. Así como suena. Cuando Cristo presiente su inminente expiración, entrega a toda mujer u hombre, representado en el joven san Juan, a su propia Madre, que a su vez recibirá a toda mujer y todo hombre como hija o hijo de sus maternales entrañas, las mismas que dieron vida humana al Hijo Único de Dios. Quien la acepta como Madre, la sentirá como tal. Dios ha puesto a mi disposición un Océano de gracia. Esta Madre de Dios es la misma Madre mía. San Juan no es más hijo de Ella que yo lo pueda ser. Ella es la Madre mía, como quien es, aunque yo solo sea hijo suyo, como quien soy, como soy, con todas mis carencias y mi indignidad que harán que no pueda alcanzar a comprender de quien soy hijo para siempre. Mi Madre es la Madre de Dios, esto es incuestionable para mi fe, aunque yo solo sea miseria en la miseria. Leemos en san Juan: “Estaba junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, pues, viendo a la Madre, y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dice al discípulo: He ahí a tu Madre. Y desde aquella hora la tomó el discípulo en su compañía”. Jn 19,25-27.
11. Sobre la hora nona, dicen san Mateo, san Marcos y san Lucas, se llega al final. Según san Mateo, las últimas palabras, en arameo, de Jesús clamadas a gran voz fueron: “Elí, Elí, lemá sabakhthaní, esto es, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me desamparaste?” (Sal. 22,2). San Marcos, también deja escrito en arameo las últimas palabras dichas, con la voz en grito, de Jesús: “Eloí, Eloí, lamá sabakhthani, que, traducido, es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me desamparaste? (Sal. 22,2). Jesús, según san Juan dice: “Tengo sed”, y al arrimarle una esponja de vinagre, le gustó y al instante falleció articulando estas palabras: “Consumado está”. Finalmente, según san Lucas, el Hijo del hombre murió diciendo con voz poderosa: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu!”. (Sal. 31,6). 
También ahora, toca reflexionar un poquito, echar la cabeza hacia atrás, apoyarla en el respaldo del sillón de nuestra sala de estar, de nuestro despacho…, cerrar los ojos y tratar de serenar nuestro espíritu, meditando sobre lo que acabamos de leer. Para su consideración dejo escrito con lo que me he quedado:

+MORIR DE PENA+

Los ojos son las puertas del alma. Como una madre mira a su hijo, nadie puede hacerlo. Solo Dios penetra con esta mirada de madre. Un hombre será, perpetuamente, el hijo del alma de su madre, por mucha edad que tenga, siempre será el “niño de las entrañas de mamá”
A Jesucristo le crucifican en presencia de su Madre, que estaba lo suficientemente cerca como para oír el golpe del hierro sobre hierro, un sonido inolvidable, que dejó helada la sangre en sus venas, porque al unísono, captó el quejido contenido, entre los dientes apretados, de un Hombre al que le están atravesando los pulsos. 
Este Hombre es su Hijo, el Hijo de Dios, un Hombre Crucificado, a quien se le añade la pena de saberse contemplado, en este patético estado, por su Madre, una Mujer cuya alma se desgarra en un lamento infinito, capaz de conmover el Espíritu del Padre Dios, divino Espectador de un cuadro de dolor sobrehumano. 
La Madre conoce este mayor padecer del Hijo por estar a su lado, pero le es imposible separarse del pie de la Cruz donde su “Niño” se retuerce desgarrando aún más el nervio y el tendón de sus extremidades crucificadas. Esta escena quedó fija en el horizonte de un Universo que, voluntariamente, se tapa los ojos para no ver.
Así es, el profundo sentimiento de compasión que esta escena genera en el alma de cualquier hombre o mujer que tenga corazón, pone a prueba el instinto de conservación, porque en este trance, se genera un deseo inmarcesible de padecer con esta Madre que padece y de morir con este Hijo que se muere. 
Querer ayudar a esta Mujer, a la que, más de una vez, le has asegurado que la amas con pasión, como a nadie has amado en el mundo, supone experimentar un misterio de intercomunicación entre una Madre de ayer y un hijo de hoy, que ni la ve ni la oye, y sin embargo la reconoce en este sentirse penetrado por su insondable mirada. 
Pretender abrazar a esta Madre, más allá del tiempo y la distancia que me separa de Ella, implica dar rienda suelta a una suprema compasión que te conecta con el horror de su alma, y entonces, lo que deseas, es lo mismo que Ella desea: morir con el que está muriendo muerte excruciante de Cruz. 
Mantener este estado anímico, aunque sea por tiempo brevísimo, me produce una pena indefinible. A duras penas soporto este paroxístico trance y sin embargo no puedo apartar de mi pensamiento estas enternecedoras lágrimas que me suplican compasión.
Comparto, con el corazón roto, la agonía de mi Dios y la agonía de su Madre y Madre mía.  El sempiterno amor con el que amo a esta Mujer, que fija su bellísima mirada en mi alma, me vincula a Ella en el ayer, en el hoy y en el mañana, para siempre, de su existencia. Esta patética escena, me queda, aproximadamente, a dos mil años en el tiempo y sin embargo, en este sagrado misterio del amor, que tan sobrenaturalmente nos une, mi cariño, mi devoción y mi ternura operan en el pasado, en el presente y en el futuro de esta Madre, que a su vez me hace sentir, para bienaventuranza mía, que por Ella soy extraordinariamente amado, como jamás ninguna otra persona me ha amado, en el ayer, en el hoy y en el mañana, para siempre, de mi pobre existencia, porque nada hay imposible para Dios.





[1] Un pecador, ¿qué más puede pedir?
[2] ¿Qué más se puede dar?
[3] Madre, también nosotros somos hijos tuyos.
[4] Dios mío, no pido más.
[5] ¿Qué locura es ésta? ¿Quién puede comprenderte, Padre mío? Nos has hecho deudores eternos de tu amor infinito. La eternidad amándote, con toda el alma, con todo el ser, no paga la suprema gratitud con la que debo adorarte en amor, Padre de mi vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario