TEMA 165 Mis amigos a distancia. El costado
abierto. (Mt 27,51-56;
Mc 15,38-41; Lc 23,47-49; Jn 19,31-37)
[La Pasión ha terminado para Cristo, pero
para su bendita Madre todavía queda mucho que padecer. La agonía de la Virgen
María se prolongó más de tres interminables horas. Seguimos con nuestra
Concordancia y leemos]:
TEXTO
CONCORDADO Y AUTOBIOGRÁFICO
Y he aquí que el velo del
Santuario se rasgó en dos de arriba abajo, y la tierra tembló, y las rocas se
hendieron, y los monumentos se abrieron, y muchos cuerpos de los santos que
descansaban resucitaron, y saliendo de los monumentos, después de mi
resurrección, entraron en la santa ciudad y se aparecieron a muchos. Y viendo
el centurión, que allí estaba de pie frente a mí, y los que con él estaban
guardándome, el temblor y las cosas que pasaban y la manera con que Yo expiré
se amedrentaron terriblemente y glorificando a Dios decían:
—“¡Realmente este hombre
era justo, verdaderamente Hijo de Dios era Este!”
Y todas las turbas allí
reunidas para este espectáculo, considerando las cosas que habían acaecido, se
volvían golpeando los pechos. Estaban allí mirando a bastante distancia todos
mis conocidos y las mujeres que me habían seguido desde Galilea sirviéndome;
entre las cuales estaba María Magdalena, María, la madre de Santiago el Menor y
de José, Salomé y María la madre de los hijos del Zebedeo, y otras muchas, que
habían subido conmigo a Jerusalén.
Los judíos, pues, como era
Paresceve, a fin de que no quedasen los cuerpos el sábado en la Cruz, pues era
grande el día de aquel sábado, rogaron a Pilato que se nos quebrantasen las
piernas y fuéramos quitados. Vinieron, pues, los soldados, y al primero
quebrantaron las piernas y luego al otro que había sido crucificado conmigo
conjuntamente. Mas a mí, cuando vinieron, como me vieron ya muerto, no me
quebrantaron las piernas, sino que uno de los soldados con una lanza me
traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua.
Juan, mi discípulo amado,
que lo vio lo ha testificado, y su testimonio es verídico, y Juan sabe que dice
verdad, para que también tú creas. Pues acontecieron estas cosas para que se
cumpliese la Escritura: “No le será
quebrantado hueso alguno”. Y también otra Escritura: “Verán al que traspasaron”.
COMENTARIO
Este pasaje, como el
anterior, está dotado de una información semejante por parte de los cuatro
evangelistas, pero no sería fácil de interpretarlo en su totalidad si no se
leyera concatenado, es decir, concordando los textos, ciertamente, diferentes
que nos presentan cada uno de los Evangelios por separado. Veamos que aporta
cada evangelista:
1. El velo del Templo se rasgó de arriba abajo.
Esto lo escriben san Mateo y san Lucas, pero el primero dirá además algo
sorprendente: “La tierra tembló, y las peñas se hendieron y los monumentos se
abrieron, y muchos cuerpos de los santos que descansaban resucitaron, y
saliendo de los monumentos después de la resurrección de Jesús entraron en la
santa ciudad y se aparecieron a muchos”. (Mt 27, 52-53).
2. El centurión, responsable militar de aquella
ejecución, según dice, solo san Mateo, al percibir los fenómenos descritos en
el punto anterior, se amedrentó terriblemente.
3. Los Sinópticos dejan escritas las palabras
del Centurión:
a)
“Verdaderamente Hijo de Dios era Este” (San
Mateo)
b)
“Verdaderamente este hombre era Hijo de
Dios”. (San Marcos)
c)
“Realmente este hombre era justo”. (San
Lucas)
4. Los Sinópticos harán mención de las mujeres
que, a distancia, observaban estas cosas. San Mateo mencionará a María Magdalena
y a María la madre de los hijos del Zebedeo. San Marcos nos da el nombre de:
María Magdalena y María, la madre de Santiago el Menor y de José, y Salomé.
Quien está leyendo, ya sabe que este genérico dato no se corresponde con lo
escrito, anteriormente, por san Juan que nos asegura que María Magdalena y esta
María, quizá esposa de Cleofás, estuvieron con la Virgen María al pie de la
Cruz. No se separaron ni de Jesús ni de su Madre.
La
aportación de san Juan (Jn 19, 31-37) es únicamente de su cosecha. Por él
sabremos que a los ladrones le rompieron las piernas para precipitar su óbito y
que, a Jesús, como ya estaba muerto, le atravesaron el costado con una lanza y
con esto hace referencia al cumplimiento de la Escritura que dice: “Verán al que traspasaron”. (Zac. 12,10)
Sigo centrado en la persona de esta Madre de Jesucristo que, sin duda, lo es
también nuestra. Pretendo despertar, a quien esté leyendo, un sentimiento de
compasión hacia esta Virgen María, que me emociona y me conmueve, con la
esperanza de hacer comprender, a quien esté en disposición de hacerlo, la
verdad íntima que se descubre a la razón, con un dulce sobresalto, que arroba
el alma. He puesto lo mejor y más noble de mí mismo para escribir lo que a
continuación se puede leer, y hacer posible que a esta bendita Madre de Dios se
la quiera o se la quiera querer por encima de todo.
+LA COMPASIÓN+
+LA COMPASIÓN+
Anteriormente, hemos
asegurado que los ojos son las compuertas del alma. Por ellos entran, como ríos
caudalosos, la imagen y la palabra escrita, que van activando los sentimientos,
la memoria, el entendimiento y la voluntad.
Amiga lectora, amigo
lector, ahora, si quiere, de la mano de este ingeniero jubilado, nos
introduciremos en la vena del tiempo y al desandarlo, llegaremos a un lugar que
llaman Calvario, para meditar lo que se presenta a nuestras ya fatigadas
pupilas. Como único equipaje, solo llevaremos La Compasión y una verdad asumida
que dice:
“El ejercicio de la conmiseración sobre el
ser humano que padece, es patrimonio del alma, con independencia de la religión
que se practique”.
Un Hombre acaba de expirar
en desoladora muerte de Cruz, ajusticiado con saña. A sus pies contemplamos la
patética figura de la Madre de este Crucificado, una Mujer que, sin perder la
compostura, mantiene la mirada fija, con infinita pena, en el cadáver tetanizado
de su Hijo cosido a un palo con clavos de hierro ensangrentados y cuya figura
se proyecta en el horizonte de un cielo ennegrecido. María, oye el alarido
escalofriante que le sigue al chasquido que produce el contundente golpe con el
que quiebran las piernas a dos ladrones crucificados junto a su Jesús.
Observará, con sobreañadida
angustia, cómo el soldado, ejecutor de semejante locura, se dirige hacia su
Hijo, oirá que alguien convence al verdugo para que desista de su intención,
porque el Reo ya ha muerto. Verá, cómo el soldado, para asegurarlo, con una
lanza abrirá el costado del Crucificado, una lanzada que atravesará el Corazón
del Hijo y el Corazón de la Madre a la vez.
El Evangelio no lo relata,
pero ¿quién lo duda? A esta Madre, se le concede el último consuelo. Recibe en
sus brazos el rígido y frío cadáver del Hijo, un cuerpo muerto, empapado de
líquido pleural, sangre, sudor purulento, vinagre, hiel y espesa saliva.
El cielo y la tierra han enmudecido de pena y
tristeza, solo se oye el tenue susurro de una quebrada voz de Mujer, que tiene
su mejilla pegada a la mejilla helada de su Hijo exánime, un supremo lamento de
Madre que agota la amargura de su Corazón al que ya no le queda más que padecer…
“Hijo
mío... Hijo mío... Hijo mío”.
Ya atardece y arrancan de
los brazos de María el cuerpo del Hijo que van a embalsamar y enterrar. A dos
mil años de esta estremecedora escena, lo que se presenta a nuestra vista, seas
creyente o no, es una Mujer viuda, de unos cincuenta y pocos años, que acoge,
entre las rodillas y los brazos, el cadáver de su Hijo, un Joven, de unos
treinta y pocos años, que acaba de expirar, en una desolación extrema, clavado
en un palo en forma de Cruz, una Cruz, ahora vacía, sobre la que ésta Madre
apoya la espalda, un madero que lleva adheridos en sus astillas jirones de la
piel, del cabello y de la carne de
Cristo, un madero empapado de la Sangre de mi Dios Crucificado.
Si ha llegado hasta aquí,
amiga mía, amigo mío, estoy seguro que se habrá generado en su alma la compasión
hacia esta Mujer, con un deseo inmarcesible de hacerle llegar el cariño, la
ternura y el entrañable calor de su silenciosa compañía porque no le salen las
palabras.
Oscurece, es víspera del
Sábado, y María, la Madre, lleva en su mano, entrelazada, la mano de Juan, que
ha tomado posesión de la herencia del Crucificado, de esta Madre, que ya es la
Madre suya. Caminan despacio, en silencio, solo se oyen sus pisadas sobre el
empedrado de las calles de Jerusalén. Juan medita: “...la Madre del Hijo de Dios es mi Madre”, “...la Madre del Maestro es
la Madre mía”. Todo se ha cumplido, comprende la Virgen María: “así tenía que suceder porque así estaba
escrito”. Por poquito tiempo le han separado del Amor, pero le quedan la Fe
y la Esperanza que le traen a la memoria aquellas palabras de su Jesús: “Madre mía, al tercer día resucito”.
La noche se ha cerrado, ya
hace frío. Juan posa el brazo sobre el hombro de su Madre. Entre nubes grises y
negras asoma la luna llena que proyecta las figuras de Juan y de María sobre la
calzada. Veo una tercera sombra que se mueve al paso de la Madre y del hijo. Me
froto los ojos sorprendido... ¿Quién va con María y Juan?... ¡es Ud., querida
amiga!, ¡es Ud., querido amigo!, ¡soy yo! que al terminar de leer esta
reflexión nos hemos convertido en solo LA COMPASIÓN.
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