TEXTO
CONCORDADO Y AUTOBIOGRÁFICO
Después de esto, habiendo
atardecido, puesto que era Paresceve, que es antesábado, vinieron José de
Arimatea, ciudad de los judíos, hombre rico, ilustre sanhedrita, varón justo y
bueno, el cual esperaba el Reino de Dios; discípulo mío, si bien oculto por miedo
a los judíos a cuyo consejo y acto no había dado su consentimiento. Cobrando
osadía, entró a la presencia de Pilato y le demandó mi cuerpo. Pilato se
maravilló de que Yo hubiera muerto; y habiendo hecho llamar al centurión,
otorgó mi cadáver a José.
Vino también Nicodemo, el
que la primera vez había venido a mí de noche, trayendo una mixtura de mirra y
de áloe, como cien libras. Me descolgaron de la Cruz. Me pusieron en los brazos de mi bendita Madre
y me envolvieron en una Sábana limpia que José había comprado y me ataron con
lienzos junto con perfumes, según era costumbre entre los judíos sepultar.
Había un huerto en el lugar
donde fui crucificado, y en el huerto un monumento nuevo que José había
excavado en una roca, en el cual nadie todavía había sido puesto. Allí, pues, a
causa de la Paresceve de los judíos, puesto que el monumento estaba cerca,
pusieron mi cuerpo; y habiendo hecho rodar una gran losa hasta la entrada del
monumento, se retiraron. Rayaba el sábado. Las mujeres que habían venido conmigo
desde Galilea, habiendo seguido de cerca, inspeccionaron el monumento y cómo
había sido colocado mi cuerpo. Entre
ellas estaba María Magdalena y María la de José sentadas frente al sepulcro. Y
habiéndose vuelto, prepararon aromas y perfumes; y durante el sábado guardaron
reposo conforme al precepto de la Ley. Al día siguiente, que es después de la
Paresceve, reunidos los sumos sacerdotes y los fariseos, se presentaron a
Pilato, diciendo:
— “Señor, hemos recordado
que aquel embaucador, viviendo aún, dijo: “Después
de tres días resucito”. Manda, pues, que quede asegurado el sepulcro hasta
el día tercero, no suceda que viniendo sus discípulos lo hurten y digan al
pueblo: “Resucitó de entre los muertos”,
y sea el último engaño peor que el primero”.
Pilato les dijo:
— “Ahí tenéis guardia: id y
aseguradle como sabéis”.
Ellos fueron y aseguraron
bien el sepulcro, tras de sellar la losa, poniendo guardia.
COMENTARIO
Concluye la Pasión de
Cristo. Acabamos de leer un apartado que también dispone de variadas y
distintas citas de todos y cada uno de los evangelistas. De forma
autobiográfica se ha redactado, combinando los textos de los cuatro diferentes
escritores sagrados. ¿Qué párrafos distinguen a los autores entre sí?
1. Entra en escena un
discípulo de Jesús, desconocido hasta ahora. Su nombre es José, un hombre
ilustre y de nivel económico muy alto. Cuando todos los Apóstoles, excepto san
Juan, han huido, aparece, de improviso, este hombre bueno y justo, valiente y
comprometido con el Maestro. José, vendrá a ser una gotita de bálsamo en el
Océano de amargura de la Virgen María. Así nos los presentan los evangelistas:
a) Mt
27,57-58 Llegado el atardecer, vino un hombre rico de Arimatea por nombre José,
que también él había sido discípulo de Jesús; este presentándose a Pilato
demandó el cuerpo de Jesús. Entonces Pilato dio orden que se le entregase.
b) Mc15,43
Viniendo José el de Arimatea, ilustre sanhedrita, que también él estaba
esperando el Reino de Dios, cobrando osadía, entró a la presencia de Pilato y
le demandó el cuerpo de Jesús.
c) Lc
23,50-52 Y en esto un hombre por nombre José, que era sanhedrita y varón bueno
y justo - este no había dado su asentimiento al consejo y al acto de los
judíos-, natural de Arimatea, ciudad de los judíos, el cual esperaba el Reino
de Dios, éste, presentándose a Pilato, demandó el cuerpo de Jesús.
d) Jn
19,38 Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, si bien
oculto por miedo a los judíos, rogó a Pilato le permitiese quitar el cuerpo de
Jesús. Y se lo permitió Pilato. Vino, pues, y quitó su cuerpo.
2. San Marcos, nos pone en
antecedentes de que Pilato se maravilló de que Jesús ya hubiera muerto. No
comprendo el por qué. Este cobarde gobernador de Roma preguntó al centurión si
era verdad que el Reo había muerto. Cuando el centurión, probablemente, el
mismo que antes había manifestado que Jesús, verdaderamente, era el Hijo de
Dios, le aseguró que así era, entonces otorgó el cadáver a José.
3. José descolgó de la Cruz
el cuerpo de Jesús. ¿Quién puede imaginar que no lo dejara en los brazos de su
Madre? Así fue, y yo, ahora, percibo que se me emborrona la vista por unas
lágrimas que no terminan de vaciarse de mis cansados ojos.
4. Será san Mateo el que
nos indica que José era el propietario del sepulcro, excavado, en roca que no
estaba lejos del Calvario. Era su sepulcro y nadie había sido depositado en él,
como dicen san Lucas y san Juan.
5. Sin san Juan, jamás
hubiéramos descubierto que también otro ilustre judío, Nicodemo, se presentó en
el Calvario cuando Jesús ya había muerto. Se llegó hasta allí, quizás, sabiendo
ya que José de Arimatea había conseguido de Pilato la autorización pertinente
para hacerse cargo del cuerpo de Cristo. No me equivoco si aseguro que serían
amigos y con un mismo ideal, Jesucristo. Llegó a este monte con 100 libras de
productos para embalsamar, copiosamente, un cadáver.
6. Los Sinópticos, dicen,
por igual, que el cadáver de Cristo fue envuelto en una Sábana. ¿Será esta
Sábana la de Turín? san Juan solo dice que lo envolvieron en lienzos y según es
costumbre entre los judíos sepultar.
7. Solo san Mateo nos
revelará que los sumos sacerdotes y fariseos se presentaron a Pilato diciendo: Señor, hemos recordado que aquel embaucador,
viviendo aún, dijo: Después de tres días resucito. Manda, pues, que quede
asegurado el sepulcro hasta el día tercero, no suceda que viniendo sus
discípulos le hurten y digan al pueblo: Resucitó de entre los muertos, y será
el último engaño peor que el primero. Díjoles Pilato: Ahí tenéis guardia; id y aseguradle como sabéis. Ellos fueron y
aseguraron bien el sepulcro, tras de sellar la losa, poniendo guardia. Mt
27,63-66.
8. Finalmente san Mateo y
san Marcos nos indican que en este entierro estaban María Magdalena y María la
de José observando con otras mujeres, como dice san Lucas, dónde y cómo ponían
a Jesús en el sepulcro.
+EL
DESCENDIMIENTO+
Consumado
está (Jn 19,30)
Estas fueron, según san Juan, las últimas
palabras de Jesucristo antes de expirar. A mi manera, interpreto estas dos
palabras con una íntima reflexión sobre los pensamientos del Crucificado: “Todo se ha consumado, Padre mío, como Tú lo
has querido, he cumplido tu Voluntad tal y como me lo pediste y ahora, Padre
del alma, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Ya no queda más que padecer
a Cristo, pero a su Madre sí. En este tremendo drama de la Pasión de Jesús, se
nos presenta en escena un hombre bueno, José de Arimatea. Los cuatro
evangelistas harán mención expresa de este discípulo oculto del Maestro que,
cuando todos han huido, demandará a Pilato el cuerpo de su Señor. Dice el
Evangelio de san Lucas: Y habiéndolo descolgado… (Lc 23,53). Esto es lo que
estamos contemplando en el grabado que encabeza esta reflexión.
Descolgado… un cuerpo
muerto. El cadáver rígido de un Hombre joven, de treinta y cinco años y de unos
80 Kg. de peso, está sujeto a un palo en forma de Cruz con tres clavos de
hierro. Dos de los clavos atraviesan los carpos (muñecas), por el pequeñísimo
espacio libre que existe entre el conglomerado de huesecillos que forman el
carpo, por el espacio de Destor. El Crucificado permaneció sólidamente sujeto a
la Cruz sin romperle ningún hueso. El clavo penetró sin notable dificultad por
este espacio, pero el dolor debió de ser espantoso, excruciante, porque por
este espacio de Destor pasan todos los nervios que van a la mano y la hacen
sumamente sensible. El llamado nervio “mediano”
da tal sensibilidad a la mano que al menor roce provoca un dolor
agudísimo.
El clavo que sujetó los
pies del Crucificado al palo vertical de la Cruz, atravesó el espacio central
entre los metatarsianos e hizo brotar una abundante hemorragia y, como en las
muñecas, causó un destrozo de los nervios que sensibilizan el pie, provocando
un pavoroso dolor que iría acompañado de calambres y contracciones musculares
que aumentarían el torturante suplicio.
En el mencionado cuadro
contemplamos a un Hombre con la carne rota, que ha sido, efectivamente,
descolgado de un madero. Todo, a la vista de las pupilas de unos ojos saturados
de pena, los ojos de la Madre de este Crucificado, que tendrá que oír de nuevo
el chasquido del hierro sobre el hierro para poder desclavar al Hijo de sus
entrañas y recibirlo en sus brazos y besarlo y gemir derramando sobre el
cadáver de este fruto de su vientre las últimas lágrimas que le quedan por
llorar.
Dios bajó del cielo y al
hacerse Hombre se nos dio a conocer como el Jesús del Evangelio, el Hijo de
María, el Hijo de esta Mujer que gustará la Pasión de su Retoño hasta agotar la
mayor amargura posible en el Corazón de una Madre.
La Madre de Jesús, la Madre
nuestra, en el transcurso de su diaria convivencia con el Hijo de sus entrañas,
en los íntimos momentos de trato entre Madre e Hijo, sería advertida, por su
propio Jesús, de cómo acabaría la misión de ambos en este mundo. La tristeza
sería inevitable en el Corazón de esta Madre, pero entre lo que ella imaginara
y la patética realidad de la tremenda muerte de su Hijo, consumada ante sus
aterradas pupilas, hay un abismo de amargura y de pena que no es posible
describir para el entendimiento humano. Dios, en su naturaleza de Hombre fue
muerto, con saña, a manos de su criatura.
Padre
mío, ¡qué misterio tan grande! ¿Cómo puedo haber costado tanto?
En clave metafísica, cuando
no se tiene en cuenta las medidas de tiempo y espacio, en un eterno presente,
me viene a la mente la opción definitiva que eligieron los primeros seres
creados. A Lucifer, el más bello de los ángeles, como a todos los demás, se les
dio a conocer cuál era la Voluntad del Padre Dios sobre el Hijo Dios, este Dios
que precisamente los había creado. En este abstracto presente, los ángeles
tienen como una misteriosa experiencia que les muestra la patética escena de la
que ahora los hombres hemos sido testigos.
San Pablo dirá a los
filipenses:
Cristo, subsistiendo en la forma de Dios, no
consideró como una presa arrebatada el ser al igual de Dios, antes se anonadó a
sí mismo, tomando forma de esclavo, hecho a semejanza de los hombres; y en su
condición exterior, presentándose como hombre, se abatió a sí mismo, hecho
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.
(Flp 2,6-8).
Ante el drama sobrecogedor,
de este Joven que gusta la muerte en su más cruel manifestación, que los
ángeles y los hombres contemplamos, como un despojo humano, en los brazos de
una Mujer, en los brazos de una Madre que agota la amargura en su más hondo
significado, se nos requiere una elección que se consuma con soberana libertad,
comprometiéndonos con las consecuencias de la alternativa elegida.
Lucifer y un incontable
número de ángeles, ante este inaudito anonadamiento del Hijo de Dios, se aturde
admirado de tanto amor al hombre, no puede soportarlo y, en consecuencia, toma
la libérrima decisión de no servir a este Hijo del hombre, aunque le reconozca
Hijo de Dios, aunque le reconozca Creador de su propio ser. Lucifer y los
ángeles que le siguen, pronunciarán el “non serviam” como determinante
expresión de una irreversible decisión: rebelarse contra su Dios, contra su
Creador.
En este acto, de lexa
majestad, se generó el Infierno como indefinido lugar de desesperación
y tormento eternos donde vendrán a ubicarse, para siempre, estos espíritus que
no reconocieron al Hijo del hombre. En celestial batalla, san Miguel (¿Quién como Dios?) vencerá a Lucifer,
que le plantó cara a su propio Creador, y lo arrojará al Averno con un tercio
de todos los ángeles del Paraíso.
El Verbo se hará carne en
las virginales y purísimas entrañas de una Mujer de nuestra raza, María, y
habitará entre los hombres, a los cuales también nos pondrá en situación de
elegir nuestro propio y último destino. Este Verbo encarnado, es la Luz que ilumina
a todos y cada uno de los hombres que vienen a ser en este mundo. Esta Luz
brilla en las tinieblas y quien quiere, sale de las tinieblas para recibir esta
Luz y como consecuencia obtener la potestad de ser hijo de Dios.
Ahora somos nosotros quienes
nos ponemos delante del cuadro del Descendimiento, que hemos analizado tratando
de meternos en el presente de esta sobrecogedora escena. Hemos de elegir, como
los ángeles eligieron. Con independencia de la soberana elección que hagamos,
sabemos que el Crucificado, que acaba de ser descolgado de una Cruz, es el Hijo
de Dios, el mismo Dios que gusta una muerte cruenta en su naturaleza humana.
Estamos contemplando a
Jesucristo exánime, sin vida. Si no quiero creer, de nada me servirá tener
ciencia cierta de que este Jesús resucitará dentro de tres días. Si no
reconozco a mi Dios Crucificado, en esta patética escena, en este Joven muerto
con infame muerte, próximo a ser abrazado por su Madre, habré escogido la misma
opción que Lucifer y sus ángeles.
El hombre o la mujer que
libremente rechazan la Luz y la Verdad que se les muestra en este
acontecimiento, en definitiva, lo que tratan es de ocultar sus obras, porque
saben que no son buenas y aun teniendo plena conciencia de la maldad de sus
actos, voluntariamente, persisten en este trance y se niegan, con soberanía, a
la rectificación, articulan, implícitamente, un “non serviam” que les
conduce al mismo lugar y destino de aquellos ángeles que por primera vez lo
pronunciaron. Allí los estaban esperando.
San Pablo, también dirá a
los filipenses:
A
su vez Dios soberanamente le exaltó y le dio el nombre que es sobre todo
nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los seres
celestes, y de los terrenales, y de los infernales, y toda lengua confiese que
Jesucristo es Señor, llamado a compartir la gloria de Dios Padre. (Flp 2,9-11)
Ahora, vendría bien volver
a parar un poquito y meditar lo hasta aquí leído. Si después de este ordenar
mis ideas no me siento interesado en seguir la lectura, me habré quedado con la
impresión de que todo ha sido un tremendo fracaso. A lo más que llegaré es, a
sentir una gran pena por el desenlace final de la vida de este Hombre, que Él
mismo me viene contando. El ingeniero, que suscribe, le asegura que este bello Libro tiene un final felicísimo.
El Autor de esta
Autobiografía es el Único que puede narrar su muerte y resurrección porque solo
Él ha resucitado venciendo a la muerte, y al que la causó, para siempre. Según
nuestra disposición, al llegar a la última página, seremos conscientes del
privilegio, concedido por el Padre de la Misericordia, de haber tenido la
oportunidad de conocer y amar con plenitud a su Hijo, Jesucristo, que se
complace en compartir su Vida, su Verdad y su Gloria con todos y cada uno de
los hombres y mujeres, de buena voluntad, en cuyas manos cayó este trabajo de
Dios.
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