[Gracias a san Juan, a su privilegiada
memoria, podemos conocer este transcendental pasaje que deja asentada, para
siempre, la autoridad del único Pedro. San Juan, nos lleva de una escena a otra
sin posibilidad de recuperarnos de la admiración que nos produce la lectura de
su Evangelio. No se pueden redactar cosas más grandes con menos palabras.]
TEXTO
CONCORDADO Y AUTOBIOGRÁFICO
Tras esto
me manifesté otra vez a mis discípulos a orillas del mar de Tiberíades. Estaban
juntos Simón Pedro y Tomás, el llamado Dídimo, y Natanael de Caná de Galilea, y
los hijos de Zebedeo y otros dos de mis discípulos. Y díceles Simón Pedro:
—“Voy a
pescar”.
Dícenle:
—“Vamos
nosotros también contigo”.
Salieron
y subieron a la barca. Y en toda la noche no pescaron nada. Y siendo ya de
mañanita, me presenté en la ribera; mis discípulos, empero, no me reconocieron.
Les dije pues:
—“¡Muchachos, ¿tenéis algo de vianda?!”
Me
respondieron:
—“No”.
Les dije:
—“Echad la red a la derecha de la barca y
hallaréis”.
Echáronla,
pues, y ya no podían arrastrarla por la gran cantidad de peces.
Dice,
pues, Juan a Pedro:
—“¡Es el
Señor!”.
Simón
Pedro, pues, así que oyó estas palabras, ciñose la ropa exterior, pues ropa no
llevaba, y echóse al mar. Los otros discípulos vinieron en la barca pues no
estaban lejos de tierra -sino que distaban unos doscientos codos-, arrastrando
la red de los peces. Cuando saltaron a tierra, vieron brasas puestas y un
pescado sobre ellas, y pan. Les dije:
—“Traed acá de los pescados que acabáis de
coger”.
Subió
Simón Pedro y arrastró hasta la playa la red llena de peces grandes, que eran
ciento cincuenta y tres. Y con ser tantos no se rompió la red. Les dije:
—“Venid, almorzad”.
Y nadie
de mis discípulos osaba interrogarme: “¿Tú
quién eres?”, sabiendo que Yo era. Tomé el pan y se los repartí y asimismo
el pescado. Esta fue la tercera vez que me manifesté a mis discípulos después
de resucitar de entre los muertos.
Cuando,
pues, hubimos almorzado, le dije a Simón Pedro:
—“Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que
éstos?”
Me
contestó:
—“Sí,
Señor; Tú sabes que te quiero”.
—“Apacienta mis corderos”.
Le dije
por segunda vez:
—“Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”
Me
contestó:
—“Sí,
Señor; Tú sabes que te quiero”.
—“Pastorea mis ovejas”.
Le dije
por tercera vez:
—“Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?”[1]
Entristeciose
Pedro, porque le dije por tercera vez: “¿Me
quieres?”, y me dijo:
—“Señor,
Tú lo sabes todo. Tú bien sabes que te quiero”.
Le
dije:
—“Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad
te digo: cuando eras más joven, tú mismo te ceñías y andabas donde querías; mas
cuando hayas envejecido, extenderás tus manos, y otro te ceñirá y te llevará a
donde tú no quieras”.
Esto le
dije significando con qué muerte había de glorificarme. Le dije:
—“Sígueme”.
Vuelto
Pedro, ve que le seguía Juan, el discípulo al que Yo tanto amaba, el mismo que
en la Cena se recostó en mi pecho y me dijo: “Señor, ¿quién es el que te entrega?”. Y Pedro viéndolo, me
dice:
“-Señor,
¿y este qué?”
Le
contesté:
—“Si quisiere Yo que este quede hasta que Yo
vuelva, ¿a ti qué? Tú sígueme”.
Divulgóse,
pues, entre mis discípulos esta voz: “Juan
no muere”. Pero Yo no dije: “No
muere”, sino “si quisiere Yo que este
quede hasta que Yo vuelva, ¿a ti qué?”.
[1] Dios requiere el cariño del
hombre y de la mujer porque como Hombre tiene sentimientos de hombre. Quiere
ser amado, busca, con vehemencia, el amor de cada hombre y de cada mujer,
porque cada hombre y cada mujer tiene un corazón singular, una original e
irrepetible forma de amar y Dios las demanda todas, espera con anhelo divino y
paciencia infinita la libre, personal y suprema entrega del alma de sus elegidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario