TEMA
175 En un monte de Galilea. Ultimas recomendaciones. (Mt 28,16-20; Mc 16,15-18; Lc 24,46-49; Act 1,4-8)
[El Señor se nos va. Se reúne, en un monte de
Galilea, con sus discípulos y deja esculpido, en nuestros corazones y en
nuestra razón, en el Nombre de quien hemos de bautizar los cristianos: en el
Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Así nos da a conocer,
Jesucristo, a este Dios trinitario. Tres Personas en una sola naturaleza.
Cuando un cristiano, en lo más íntimo y sagrado de su alma, invoca a su Dios,
lo está haciendo con el pensamiento fijo en la persona de su Padre Dios, en la
Persona del Hijo engendrado de este Padre, Jesucristo, y en la Persona del
Espíritu Santo que de ambos procede y al cuál se le puede amar por Sí mismo,
aunque en nuestra imaginación no encontremos los rasgos que definen su
fisonomía. Es el mejor amigo del alma.]
TEXTO
CONCORDADO Y AUTOBIOGRÁFICO
Mis Once
discípulos se fueron a Galilea, al monte donde Yo les había ordenado. Y en
viéndome me adoraron: ellos que antes habían dudado. Y acercándome a ellos les
dije:
—“Dióseme toda potestad en el cielo y sobre
la tierra. Id, pues, al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la
Creación; amaestrad a todas las gentes, bautizándoles en el Nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar cuantas cosas os ordené.
El que creyere y fuere bautizado, se salvará; mas el que no creyere, será
condenado. Y a los que hubieren creído los acompañarán estas señales: en mi
Nombre lanzarán demonios, hablarán lenguas nuevas, en sus manos tomarán
serpientes, y si le dieren ponzoña mortífera, no les dañará; pondrán sus manos
sobre los enfermos y se hallarán bien. Y sabed que estoy con vosotros todos
los días hasta la consumación de los siglos”.
Durante
cuarenta días después de mi resurrección, además de ser visto por Pedro y
Santiago, por todos mis Apóstoles, me presenté palpablemente a más de quinientos
de mis discípulos. A todos les hablé de las cosas referentes al Reino de Dios.
Y por último también me presenté a mi Apóstol Pablo, que habría de darme a
conocer a los gentiles. Y llegó la hora
de partir de este mundo. Estando con ellos a la mesa, les ordené que no se
ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la promesa del Padre, la cual
oyeron de mí, porque como Juan bautizó en agua, ellos y tú seríais bautizados
en Espíritu Santo. Los que se habían reunido me preguntaron diciendo:
—“Señor,
¿en esta sazón vas a restablecer el Reino de Israel?”
Les dije:
—“No os toca a vosotros conocer los tiempos o
momentos oportunos que el Padre fijó con su propia potestad; mas recibiréis la
fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos así
en Jerusalén como en toda la Judea y Samaria y hasta el último confín de la
tierra. Porque así está escrito y convenía: que el Mesías había de padecer y
resucitar de entre los muertos al tercer día, y que se había de predicar en su
Nombre penitencia y remisión de los pecados a todas las naciones, comenzando
por Jerusalén. Y vosotros sois testigos de estas cosas”.
COMENTARIO
San
Mateo, el primero de los evangelistas, el gran Leví hijo de Alfeo, nos dejó
escritas las últimas palabras de Jesucristo en este mundo:
“Y sabed que estoy con vosotros todos los días hasta la
consumación de los siglos”.
Estas
palabras se entienden como están dichas y escritas. Jesucristo está con los
suyos, todos los días, hasta el final de los siglos. Cristo ni se engaña ni nos
engaña y si Él asegura que está conmigo, conmigo está, aunque yo no le vea con
estos ojos, ni le oiga con estos oídos, ni le toque con estas manos. Está,
realmente cierto, donde yo estoy, donde está su Iglesia, porque donde dos o
tres se reúnen en su Nombre allí está Él en medio.
Cuando
a Cristo se le invoca no viene desde un lugar lejano. Él está donde yo soy y
estoy. No ocupa más espacio que el que yo ocupo. Está dentro de mí, en mis
palabras y pensamientos, en mis obras y deseos, en mis alegrías y en mis penas,
en mi trabajo y en mi descanso, cuando estoy despierto y cuando estoy dormido.
Cristo habita en mí mientras así lo quiera yo, y así, un día tras otro, da
cumplimiento a una verdad que me trasciende. Esta sublime verdad es que: “ya
no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí”. Gál. 2,20.
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