| Predicación y milagros en la Galilea. (Mc 1,21-39; Lc 4,31-44; Mt 8,14-17; Mt 4,23) |
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[Sin estos versículos, redactados por los Sinópticos, no sabríamos que san Pedro era un hombre casado. ¿Un hombre casado?... Leamos]:
SOLO TEXTO CONCORDADO Y AUTOBIOGRÁFICO
Entramos en Cafarnaúm y llegado el sábado enseñaba en la sinagoga. Se asombraban de mi enseñanza, porque les hablaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. De pronto un hombre poseído de un espíritu inmundo se puso a gritar diciendo:
—“¡Ah! ¿Qué tienes que ver con nosotros, Jesús Nazareno? ¿Viniste a perdernos? ¡Te conozco quién eres, el Santo de Dios!”
Le ordené resueltamente:
—“Enmudece y sal de él”.
Y sacudiéndole violentamente y dando alaridos, salió de él el espíritu inmundo. Quedaron todos pasmados de suerte que se preguntaban unos a otros, diciendo:
—“¡¿Qué es esto?! ¡¿Qué palabra es ésta?! Porque con autoridad y poder manda a los espíritus inmundos y le obedecen y salen”.
Se extendió rápidamente mi Nombre por toda la comarca de Galilea. Saliendo de la sinagoga vinimos a casa de Simón y de Andrés, con Santiago y Juan.
La suegra de Simón yacía en cama con una gran fiebre y me rogaron por ella. Vine a ella, mandé resueltamente a la fiebre y ésta la dejó; ella, levantándose al instante, nos servía. Ya tarde cuando se puso el sol, todos cuantos tenían enfermos de diferentes dolencias los trajeron a mí. Y toda la ciudad estaba agolpada a la puerta. Puse las manos sobre cada uno de ellos y los curé de las diversas enfermedades de que estaban aquejados, dándose así cumplimiento a lo anunciado por el profeta Isaías, cuando dice:
“Él tomó nuestras flaquezas y llevó nuestras enfermedades”.
Me presentaron también muchos endemoniados y lancé los espíritus con mi palabra. Al salir estos espíritus, que eran demonios, gritando decían:
—“¡Tú eres el Hijo de Dios!”
Yo les increpaba y no les permitía decir que sabían que Yo era el Mesías. Al amanecer, muy oscuro todavía, levantándome, salí y me fui a un lugar solitario para hacer oración. Vino en mi busca Simón y los demás y hallándome dijeron:
—“Todos andan buscándote”.
Mas Yo les dije:
—“Vamos a otra parte, a las poblaciones inmediatas, para que también allí pueda Yo predicar; que para esto salí”.
La muchedumbre me buscaba y al encontrarme querían retenerme, pero les dije:
—“También a otras ciudades tengo que anunciar el Evangelio del Reino de Dios, pues a esto fui enviado”.[1]
Recorrí la Galilea enseñándoles en sus sinagogas, predicando el Evangelio del Reino y curando toda enfermedad y dolencia y lanzando los demonios.
COMENTARIO DEL INGENIERO
Con la sencillez y la paz de quien quiere hacer el bien, me dispongo a ofrecerle el siguiente COMENTARIO DEL INGENIERO que titulo:
+SAN PEDRO ES UN HOMBRE CASADO+
Está acabando el año 1º de predicación pública y de otra mujer nos hace referencia el Evangelio, la suegra de san Pedro. ¿La suegra de san Pedro? Pues sí, resulta que la Roca, donde se fundamenta la Iglesia, era un hombre casado. Cuantos libros escritos sobre los Evangelios en dos mil años de historia y qué poquito se ha escrito sobre esta verdad incuestionable: san Pedro era un hombre casado.
Llevado por el sentido común me dispongo a razonar sobre este asunto, que hasta ahora no he visto tratado en profundidad. Se ha pasado por él como de “puntillas” dejando una laguna importante que no se merece el creyente. El Evangelio es la Palabra de Dios y Dios nos ha dejado este detalle para que se entienda y se asuma con toda naturalidad.
De la suegra de san Pedro escriben los Sinópticos manifestando que estaba o vivía en la casa de un matrimonio, en la casa de su hija y de su yerno. Esto se entiende, ¿verdad? Ahora bien, los evangelistas no mencionan a la hija de esta mujer, la esposa de san Pedro, y uno se puede preguntar: ¿Acaso san Pedro era viudo? Y si es así ¿qué hace su suegra viviendo con él? Resolver esta duda con una afirmación de su viudez en aras de no “complicarnos la vida” es, a mi juicio, salirse por la tangente, forzando desmesuradamente la objetiva interpretación del texto evangélico.
Siendo a todas luces poco probable, que en caso de viudez, una suegra viva bajo el mismo techo que su yerno, probablemente sin hijos, debo entender en consecuencia y con toda sencillez, que san Pedro tenía una familia en Cafarnaúm y que seguro, en este tiempo evangélico, era hombre casado, que habitaba con su mujer y su suegra bajo un mismo techo, y desde la lógica de lo que convenía, puede ser que san Pedro no tuviera hijos.
Ahora toca reflexionar, y en este intento me vuelve a interpelar la figura de otro hombre casado, de José de Nazaret, un marido que el Espíritu del Padre y del Hijo se escoge desde la eternidad para ejercer como tal sobre la que sería la Inmaculada Concepción, la Virgen María. Este hombre, unido en legítimo matrimonio con esta Preciosa Mujer, es escogido por el Padre del Hijo para ser el “padre matrimonial” del Hijo y en virtud de ser, primero, digno marido de una singular Mujer.
La Virgen no concibió primero y después se casó, sino al contrario, se casó y concibió del Espíritu Santo después. Concibió sin concurso de varón y sin embargo tenía marido. A la vista de sus conciudadanos Jesús era el Hijo de José, pero nosotros ya sabemos que Jesús era el Hijo de Dios, el Hijo de José en tanto y cuanto José era el marido de María y por tanto una sola carne con ella. Para esta singular tarea, la de ser “padre” de una Familia Sagrada, Dios Padre, lógicamente, se escoge a un hombre casado.
El Espíritu del Padre y del Hijo vuelve a actuar para consumar otra elección trascendental, se escoge a otro hombre casado, un tal Simón, hijo de Juan, pescador de Galilea al que Jesús, el Hijo de Dios, lo constituye como la Piedra, la Roca donde se fundamentará la Iglesia. San Pedro, conocedor de su oficio de pescador, al poco de tratar a Jesús, es requerido por Este para lanzar de nuevo las redes, justo en la hora que, de seguro, según su experiencia, no cogerá ni un solo pez. En la noche, en periodo oportuno, se bregó y no se cogió un solo pescado. Ahora de día ¿qué se va a pescar?
La Persona de Jesús, el porte de este Hombre subyuga el corazón de un experto pescador, recio y noble como es san Pedro. Cristo le atrae, pero mantiene un distante respeto hacia su Persona en virtud del conocimiento que tiene de sí mismo, de su condición de hombre de este mundo, como cualquier otro hombre casado que ejerce su profesión en medio de una sociedad materialista. Por este respetuoso afecto atiende a la petición de este distinguido Joven que le sugiere echar las redes para pescar cuando no hay peces que pescar. Las redes penetran en el agua y al poco se llenan hasta rebosar de abundante pesca, tanta que las barcas se hundían.
San Pedro, pegado a este Hombre, se contempla sumamente indigno de su cercanía. Este noble pescador, percibe, hasta donde su capacidad espiritual le permite, algo de la divinidad de Jesús. Por la cabeza de san Pedro, Dios sabe lo que pasaría, pero con lo que se queda, este hombre casado, es con la sensación de bajeza que tiene de sí mismo para merecer la amistad de semejante Persona. Confuso, desconcertado, lo que le sale es postrarse a los pies de Jesús y ponerle en conocimiento de su inmensa miseria:
“Señor, apártate de mí que soy un hombre pecador”.
Yo, que también soy hombre casado, que he ejercido mi oficio en las tareas de la técnica, he vivido como san Pedro, según la gestión de mi autónomo trabajo. Si trabajo más, gano más, si trabajo menos, gano menos y si no tengo clientes a los que servir paso dificultades. ¿Por qué? porque soy un hombre casado, con las obligaciones del responsable que ha de mantener la casa, la familia. Entiendo perfectamente a san Pedro y me identifico con él, ambos somos casados. Él está en el cielo y su mujer, también. Aquí en la tierra los dos fueron una sola carne, en el cielo son dos espíritus a la espera de unirse cada cual con su cuerpo resucitado al final del tiempo y con la gloria según la correspondencia de la gracia que recibieron en vida.
Dios, el Hijo de Dios, se hizo Hombre y al comenzar su vida pública se escoge a un hombre normal, a un hombre casado para ser, ni más ni menos, que el fundamento de la Iglesia. Pudo elegir a un fornido gladiador romano y no lo eligió, a un gran filósofo e intelectual de la época y no lo eligió, pudo elegir a san Juan el Bautista, “el profeta más grande nacido de mujer” y no lo eligió, pudo elegir al joven, sin compromiso conyugal, san Juan, hijo de Zebedeo, al que tanto amó, y no lo eligió. Sorprendentemente eligió, simple y llanamente, a un pescador de la Galilea, ciudad de gentiles, ciudad de gentes, diríamos, no muy creyentes, un hombre normal, del mundo normal que vivimos los hombres normales, un hombre unido en matrimonio con una mujer, uno más de los maridos que ejercemos como tales en el curso de nuestro pasar por este mundo.
Jesucristo, como Dios, amó a san Juan y a san Pedro con infinito amor, sin medida, un amor que cae fuera del alcance de nuestra razón humana. Como Hombre, amó a san Juan y a san Pedro con inmensa pasión, pero de diferente manera. El amor de Cristo hacia san Juan culmina con las palabras testamentarias que pronuncia antes de expirar con muerte de Cruz: “He ahí a tu Madre”. Así entrega Cristo a su Madre al cuidado del discípulo que más amó, un hombre no casado que desde entonces solo vivió, con alma vida y corazón, al servicio y cuidado de tan Preciosa Madre, de esta Madre suya y mía. San Juan ejerció el divino mandato, de manera exclusiva y excluyente, entregando su alma y su cuerpo, todas sus facultades a tan sagrada y sublime causa de ser hijo que cuidara de esta bendita y divina Madre, de su Madre y Madre mía, la Virgen María.
El amor de Cristo a san Pedro es el de un amigo inefable con el que compartes la ilusión de tu vida, el amigo con el que no hay secretos, el amigo al que buscas y encuentras cuando lo necesitas, el amigo al que le pides que te conforte en las horas amargas de la vida, el amigo que te comprende y aunque no te comprenda te sigue ciegamente allí donde tú vayas, el amigo que va y que viene allí donde le mandas, en definitiva, la persona con la que se complace tu alma, ese hombre, que con independencia de su estado, le haces esta pregunta:
“Pedro, ¿me quieres?; ¿me quieres?, ¿me quieres? ...”
Solo Dios sabe por qué eligió a un hombre casado para ser la Roca, el cimiento de la Iglesia. Un hombre, con responsabilidad matrimonial, está sometido a las presiones del mundo tal y como lo están los no casados, sin embargo, al casado hay que añadirle las angustias de sus compromisos como cabeza de familia que tiene, por regla general, el ineludible deber de mantener a sus hijos y a la madre de sus hijos.
En este estado, en el de esposo y padre, el hombre está más expuesto al sufrimiento, tiene que ejercer todas la virtudes humanas y aquí es donde pone a prueba sus hechuras de hombre y precisamente, por esto, por ser hombre casado, se evidencian, palmariamente, sus carencias, su debilidad y de esto somos conscientes los hombres de mundo, los mismos que como san Pedro, cuando Dios nos requiere para alguna tarea apostólica determinada, nos sale del alma suscribir las mismas palabras de san Pedro:
“Señor, apártate de mí que soy un hombre pecador”.
Hasta aquí he llegado con toda la verdad que interpreto de la lectura del Evangelio. He contemplado a mi buen amigo san Pedro, con naturalidad, tal y como se ven y se tratan dos buenos amigos. Entrar ahora en la polémica de que, si los hombres escogidos por Dios y por su Iglesia pueden o deben ser casados en virtud de que el príncipe de los Apóstoles, muy probablemente, ejerció el mandato imperativo de Cristo teniendo mujer, no es materia de esta reflexión, pero para que quede meridianamente claro lo que piensa el autor de esto que está escrito, al respecto puntualizo:
Hoy, Dios escoge a sus hijos y les demanda alma, vida y corazón indiviso sólo para Él. Dios quiere Cristos, privilegiados varones y no mujeres, que le sirvan a Él y a todos sus hijos con el ejercicio de una santa vida sacerdotal que no se puede compartir con una mujer ni con unos hijos.
La Iglesia cumple con supremo amor este mandato divino, y quiere solo lo que quiere Dios. Camina hacia el encuentro de su Divino Amado, Jesucristo, dirigida por su Magisterio que ni se equivoca ni se puede equivocar, porque Dios la ha hecho Infalible en sus benditas enseñanzas. Por último, el católico que suscribe, hijo de la Iglesia en la que vive y ha de morir, solo quiere lo que quiere su Iglesia y lo que quiere su Dios.

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