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La viuda de Naím. (Lc 7,11-17) |
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[Esta dramática escena solo la recoge san Lucas. Leemos]:
SOLO TEXTO CONCORDADO Y AUTOBIOGRÁFICO
Al día siguiente, acompañado de mis discípulos y de gran tropel de gente, marché a una ciudad llamada Naím. Llegando cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que sacaban a enterrar a un difunto, hijo único de una madre viuda que venía acompañada de mucha gente de la ciudad. Viéndola sentí enternecérseme el Corazón,[1] y le dije:
—“No llores”.
Llegándome al féretro, lo toqué, y los que lo llevaban se detuvieron y exclamé:
—“¡Muchacho, te lo digo, levántate!”
El muchacho se incorporó y comenzó a hablar y se lo entregué a su madre. Les sobrecogió el temor a todos y me glorificaban, diciendo:
—“¡Un gran Profeta se ha levantado en medio de nosotros. Dios visitó a su pueblo!”
Y se difundió esta voz acerca de mí por toda la Judea y por todos los países comarcanos.
COMENTARIO DEL INGENIERO
La compasión hacia esta mujer me hizo reflexionar sobre la inmensa capacidad de sufrir que tiene la mujer, sobre todo si es madre. Lea quien lo quiera leer el COMENTARIO DEL INGENIERO que titulo:
+LA VIUDA DE NAIM+
Dice San Lucas que al día siguiente de cuando Jesús, estando en Cafarnaúm, cura a distancia al siervo del centurión, partió hacia la ciudad de Naím. En ese tiempo, Naím no era una aldea, un pueblo, era una ciudad con importante población, pues así se deduce del texto evangélico que expone como una viuda llevaba a enterrar a su hijo único, acompañada de mucha gente.
Jesús, a distancia, divisa la figura de una madre que acompaña el féretro de su hijo único, un joven difunto que van a enterrar. Nadie le ha informado, Él sabe lo que ha ocurrido y decide llegarse hasta el cortejo fúnebre y cuando ya está cerca oye el lamento infinito de una madre sin consuelo, una madre que ha perdido a su único hijo.
San Lucas es el único que nos da referencia de este acontecimiento y así mismo será quien nos manifieste los sentimientos de ternura y compasión de este Hijo del hombre, de este Hombre al cual se le enternece el Corazón, un sentimiento humano que nos lo hace cercano, tanto como para enamorarnos profundamente de Él, de este Hijo de Mujer que pasó por el mundo haciendo el bien.
Antes de seguir con el relato que nos ocupa, creo que sería bueno reflexionar sobre la causa de la amargura de esta madre viuda, sobre la muerte de su marido y de su hijo. Dios quiso para esta mujer que esto de morir lo conociera de cerca. Vio expirar a su marido, al padre de su hijo único y vio expirar al hijo de ambos, a este joven en cuyo rostro se dibujaban las facciones del hombre de su vida, del esposo con el que compartió vida, alma, cuerpo y corazón.
Como haciendo un paréntesis, expongo a continuación, párrafos de un artículo sobre la definición de muerte que he encontrado en Internet:
¿Qué es morir?
La muerte es lo contrario a la vida, es la concreta evidencia del contraste entre el movimiento y la quietud permanente, entre la actividad vital de un ser humano y la desagradable presencia de un cadáver cuya temperatura se enfría progresivamente y del que ya no podemos obtener respuestas, sensaciones o impulsos fisiológicos. En resumen se ha perdido la comunicación por completo, es decir, se asume, desde que el hombre es hombre, que esta persona se ha ido para no volver jamás, porque la experiencia nos asegura que lo que estamos viendo es “algo” y no “alguien”, “algo” que se corrompe por momentos y termina siendo nada o a lo sumo polvo en el polvo.
Desde el punto de vista médico, ético y legal solamente se aplica el principio de muerte como estado contrario a la vida, esto es, pérdida de la fuerza sustancial que incluye la desaparición de la actividad interna de crecimiento y desarrollo, así como la ausencia de la actividad externa que permite interrelacionarse con el medio externo. Todo con los consecuentes efectos de pérdida de independencia, de capacidad de adaptación, de reproducción, finalizando así su lapso de existencia de autonomía y autopreservación temporoespacial.
La muerte viene precedida por la agonía, que es como un sinónimo de combate, de lucha, aunque no implique necesariamente la posibilidad de victoria. La agonía es, simplemente, la última etapa de un ser humano antes de morir. Puede ser larga, corta o fulminante, en función de su medida en el tiempo. En la escala subjetiva del sufrimiento, puede ser asumida con la serenidad de quien se dispone a cruzar el umbral de una invisible puerta que se abre a la otra vida en la que siempre ha creído y para la cual se ha preparado durante toda su existencia. Hasta que su razón no le abandona tiene conciencia de que se marcha de este mundo con sus obras y con su Fe, esta Fe que le asegura que va al encuentro de un Padre, de un Dios que es Dios de vivos y no de muertos.
Por el contrario, el inevitable sufrimiento de la agonía se presenta como última etapa de la desesperanza de aquel que no cree. Para esta persona, sin Fe, todo se ha acabado, se dispone a entrar en la infinitud de la nada, se va solo a lo desconocido y digo que cruza en solitario el umbral de la invisible puerta, anteriormente mencionada, porque no quiere que le acompañen sus obras, esas mismas que le asaltan a la conciencia que ahora la vive más despierta que nunca.
Dios es imprevisible e inescrutable pero sus designios son de infinita misericordia. Se lleva al alma de toda mujer y todo hombre, justo en la hora oportuna, ni antes ni después de cuando más gracia le asiste en el desenlace final de su vida. La muerte de un marido o de una esposa es perder el apoyo básico, del compañero o compañera de la vida, en las fatigas y en las ilusiones del vivir común de la existencia. Sin esa carne de tu carne, el sufrimiento merma la facultad de superar los posibles desequilibrios físicos y psíquicos que en definitiva acortan la vida del que queda. Sin embargo cuando hay hijos que todavía dependen de ti, aunque el dolor y el recuerdo te anuden el corazón, no tienes más remedio que gastar la parte de vida que te resta en la asistencia y cuidado de este patrimonio común del que se fue y de la que se quedó.
Amiga lectora, ahora demando su atención. Damos por hecho que esta mujer de Naím, viuda, conoció este doloroso trance, padeció la muerte de su marido. A la vista está, también, la muerte de su único hijo. Ahora, para tratar de llegar al fondo de su inmensa pena debemos saber que:
La muerte de un hijo o una hija, de un amor infinito, es una de las experiencias más duras, difíciles y dolorosas que puede sufrir un ser humano.
Ahora, amiga mía, toca volver a la ciudad de Naím. Jesucristo, enternecido, se llega a la mujer y le dice: “No llores”. Por la mente de Cristo, quizás, se dibuja la figura de su Madre, otra viuda con un único Hijo, que beberá la amargura y el horror de una muerte infame, la muerte en Cruz de su Jesús.
Se detiene el cortejo, el gentío enmudece a la vista de un Hombre joven, de impresionante figura, que pone su mano sobre el féretro. En un súbito silencio se oyen las palabras de Cristo:
“¡Muchacho, te lo digo, levántate!”
El muchacho se incorporó y comenzó a hablar y Cristo, cogiendo la mano del hijo y de la madre, se fundió en un abrazo con ellos y aunque el Evangelio no lo diga yo supongo que la emoción en el Corazón de Jesús sería incontenible y quizá alguna preciosa lágrima se escapó de sus divinos ojos. La gente quedó atemorizada y confundida, una frase quedó inmortalizada, una frase cuyo eco se oye hasta el final de los tiempos:
¡Dios ha visitado a su pueblo!
[1] Cristo sintió una profunda pena y sin que nadie se lo pida devuelve la vida a un cadáver. Él, que es Autor de la vida, la da y la quita a quien quiere, cuando quiere, donde quiere. ¿Quién puede ser este Hombre con poder sobre la muerte? Y nosotros, ¿quién creemos que puede ser?

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