[Ahora, nos abandonan los Sinópticos y entra
en liza solo el evangelista que tuvo el privilegio de oír los latidos del
Corazón de Cristo. Está ya acabado el 2º año de la predicación pública de
Jesús. Con una memoria inigualable expone el discurso eucarístico de Jesús en
la sinagoga de Cafarnaúm. Leemos]:
TEXTO
CONCORDADO Y AUTOBIOGRÁFICO
La muchedumbre que estaba al otro lado del
mar echó de ver que no había allí otra lancha, sino una, y que Yo no había
entrado en la barca junto con mis discípulos, sino que ellos se habían marchado
solos. Cuando vio, pues, la turba que ni Yo ni mis discípulos estábamos allí
subieron a las lanchas y se dirigieron a Cafarnaúm en mi busca, y encontrándome
me dijeron:
—“Maestro, ¿cuándo has venido acá?”
Les respondí diciendo:
—“En verdad, en verdad os
digo: me buscáis, no porque visteis señales maravillosas, sino porque comisteis
de los panes y os hartasteis. Trabajad no por el manjar que perece, sino por el
que dura hasta la vida eterna, el que os da el Hijo del hombre; porque a Este,
el Padre, Dios mismo, acreditó con su sello”.
—“¿Qué hemos de hacer para
obrar las obras de Dios?”
—“Esta es la obra de Dios:
que creáis en Aquel a quien Él envió”.[1]
—“¿Qué señal, pues, haces tú para que lo
veamos y creamos en ti? ¿Cuál es tu obra? Nuestros padres comieron el maná en
el desierto, según que está escrito: “Pan venido del cielo les dio a comer”.
—“En verdad, en verdad os
digo: no fue Moisés quien os dio el pan bajado del cielo, sino mi Padre es
quien os da el Pan verdadero, que viene del cielo; porque el Pan de Dios es el
que desciende del cielo y da vida al mundo”.
—“Señor, danos siempre ese pan”.
—“Yo soy el Pan de la vida;
el que viene a mí no padecerá hambre y el que cree en mí no padecerá sed jamás.
Pero ya os dije que me habéis visto y no creéis. Todo lo que me da el Padre
vendrá a mí, y al que viniere a mí no le echaré fuera; pues he bajado del cielo
no para hacer mi propia voluntad, sino la voluntad del que me envió. Y esta es
la voluntad del que me envió: que de todo lo que me dio no pierda nada, sino
que lo resucite en el último día. Porque esta es la voluntad de mi Padre: que
todo el que ve al Hijo y cree en Él, tenga vida eterna y lo resucite Yo en el
último día”.
Murmuraban, pues, los judíos de mí, porque
había dicho: “Yo soy el Pan bajado del cielo”, y decían:
—“¿No es este Jesús, el hijo de José, cuyo
padre y cuya Madre nosotros conocemos? ¿Cómo dice ahora: “He bajado del
cielo”?”
Les respondí diciendo:
—“No murmuréis entre
vosotros. Nadie puede venir a mí si no le trajere el Padre, que me envió; y Yo
le resucitaré en el último día. Está escrito en los Profetas:
“Y serán todos enseñados
por Dios”.
Todo el que oye al Padre y
recibe sus enseñanzas, viene a mí. No que al Padre le haya visto alguien; sólo
el que viene de parte de Dios, Ése es el que ha visto al Padre. En verdad, en
verdad os digo: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el Pan de la vida.
Vuestros padres en el desierto comieron el maná, y murieron; este es el Pan que
baja del cielo, para quien comiere de él no muera.
Yo soy el Pan viviente, el
que del cielo ha bajado;[2]
quien comiere de este Pan vivirá eternamente, y el Pan que Yo daré es mi carne
por la vida del mundo”.
Disentían entre sí los judíos, diciendo:
—“¿Cómo puede Este darnos a comer su carne?”[3]
Les dije:
—“En verdad, en verdad os
digo: si no comiereis la carne del Hijo del hombre y bebiereis su sangre no
tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida
eterna y Yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadero manjar
y mi sangre es verdadera bebida.[4]
El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí permanece y Yo en él. Como es
Fuente de Vida el Padre, que me envió, y Yo vivo del Padre, así quien me come a
mí, también él vivirá de mí.[5]
Este es el Pan que bajó del cielo: no como el que comieron vuestros padres y
murieron: el que come este Pan vivirá eternamente”.
Esto dije en Cafarnaúm, enseñando en la
sinagoga. Muchos, pues, de mis discípulos, que lo oyeron dijeron:
—“Duro es este lenguaje. ¿Quién sufre el
oírlo?”
Conociendo por mí mismo que mis discípulos,
murmuraban de esto les dije:
—“¿Esto os escandaliza?
¿Qué, si viereis al Hijo del hombre subir a donde estaba primero? El Espíritu
es el que vivifica; la carne de nada aprovecha. Las palabras que Yo os he
hablado son Espíritu y son Vida. Pero es que hay algunos de entre vosotros que
no creen”.
Ya sabía Yo desde el principio quienes eran
los que no creían y quién era el que me había de entregar. Les dije:
—“Por esto os he dicho que
nadie puede venir a mí, si no le fuere concedido por mi Padre”.
Desde este momento, muchos de mis discípulos
se volvieron atrás, y ya no andaban en mi compañía. Dije, pues, a los Doce:
—“¿También vosotros queréis
marcharos?”
Mas, Simón Pedro respondió:
—“Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras
de vida eterna, y nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Santo de
Dios”.
Les dije:
—“¿Por ventura no os he
elegido Yo a los Doce? Sin embargo, de vosotros uno es diablo”.
Me refería a Judas, hijo de Simón Iscariote,
porque este era quien me había de entregar, con ser uno de los Doce.
COMENTARIO
Ahora, nos abandonan los Sinópticos y entra
en liza solo el evangelista que tuvo el privilegio de oír los latidos del
Corazón de Cristo. Está ya acabado el 2º año de la predicación pública de
Jesús. Con una memoria inigualable expone el discurso eucarístico de Jesús en
la sinagoga de Cafarnaúm.
La verdad es que, estamos conmovidos. A
Jesús, si hemos llegado hasta aquí, ya le amamos. Y ahora, lo que se me ocurre
es insertar la siguiente reflexión que titulo:
+MI
JESÚS DESCONOCIDO+
¿Quién me va a creer si afirmo que, en el
acto de comulgar, un católico sabe que come la carne y el alma de un Hombre,
que se come a su propio Dios? La Fe me va a comprometer la razón, pero es tan
grande el amor con el que escucho las palabras de mi Señor Jesucristo que
abandono el alma, con sus potencias, en las manos de mi Dios Crucificado y
Resucitado, un Dios que me asegura:
“Toma y come que este es mi
cuerpo”.
Escribo esta reflexión para el creyente, y
asumo que solo unos poquitos me entenderán. Por mucho que yo me esfuerce, estas
letras solo serán leídas por una minúscula parte de la humanidad, una humanidad
que vive y se mueve en el Dios que, precisamente, Ud. y yo comemos cada día.
Millones y millones de seres humanos que son, dejarán de ser cuando este Dios
Sacrificado, que gustamos en cada comunión, lo haya dispuesto desde la
eternidad. ¿Por qué este inaudito privilegio?
La Fe da por hecho que al comulgar se entra
en contacto con una Persona viva que viene de otro mundo. Esta Persona es, ni
más ni menos que el mismo Cristo, es decir el mismísimo Dios Creador de todo lo
que existe, del Cielo y de la Tierra que pasarán cuando Él lo quiera, cuando lo
tenga dispuesto. Debo entender y entiendo que a este Ser sobrenatural, que
tiene a bien entrar en mis entrañas tal y como es, aunque yo solo le guste a
pan, le debo la adoración necesaria que una criatura debe a su Creador.
Me muevo y existo en este Ser que no
descubren mis sentidos, con los cuales percibo el mundo que también se mueve y
existe en este Dios oculto. Con suprema lucidez asumo que este trocito de pan
blanco es el “Cristo mío y Jesús de mi
alma” que me asegura que Él es lo que estoy comiendo, fijando mis pies en
la tierra y el corazón en el cielo de su Amor.
No me viene dado levitar, cruzar la raya de
una equilibrada razón, yo sé quién soy y sé quién está dentro de mí, repito,
con serenidad, sin arrobamientos que no van conmigo, que no me corresponden. Me
he comido a mi Dios y mi Dios me ha comido a mí. No sabría expresarlo de otra
manera.
Jesús se despide de sus discípulos. Bajó del
cielo como Dios y ahora se vuelve como Dios y como Hombre. Podemos asegurar que
Jesucristo ha hecho posible que, con la Fe en su Persona, todo bautizado pueda
adquirir el rango de hijo de Dios y participar de su naturaleza divina (2Pe
1,4). El Hijo del hombre se dispone a ascender al cielo, se va y sin embargo
sus últimas palabras son:
“Sabed que estoy con
vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos”. (Mt 28,20)
Se va, pero se queda. Veo con estos ojos cómo
mi Señor asciende al cielo y a la vez oigo con estos oídos que se queda aquí,
conmigo. Jesús ni se engaña ni me engaña, dice que estará en este mundo hasta
que se acaben los siglos. ¿Dónde está?
Creo saber dónde encontrar a este Dios que
también es Hombre. Debo suplicarle que primero me acompañe en un corto
recorrido por el Evangelio. Está acabando el segundo año de la vida pública de
Jesús. Seremos testigos de un gran milagro, la multiplicación de los panes y
peces. Jesús caminará sobre las aguas de un mar que comienza a agitarse por una
incipiente galerna y pondrá a prueba la Fe de Pedro.
Llegado a Cafarnaúm, una gran muchedumbre le
espera y dentro de la Sinagoga escucharemos las palabras de un Hombre que ya ha
demostrado ser Dios, que tiene poder sobre los elementos de la naturaleza cuyas
leyes, tal y como las entendemos, quedan suspendidas a su libre albedrío, que
tiene poder sobre la vida y sobre la muerte. Va a pronunciar unas palabras
inauditas, tan sorprendentes, que pondrán a prueba la Fe y la razón de quienes
las escucharon allí y de quienes las escuchamos aquí.
Si este Hombre no me diera credibilidad
divina, aquí acabaría mi escritura y tendría la sensación de haber perdido el
tiempo. Pero no, este Hombre me tiene arrobada el alma, le escucho y le miro
con un amor de predilección, no logro entenderle del todo y sin embargo le
reconozco como el Dios Fontal de quien procedo, el Dios Hombre a quien adoro en
amor, en apasionado amor. Pongo atención a su discurso y oigo estas palabras:
1.
“Yo soy el pan de la vida”. (Jn 6,48)
2.
“Este es el pan que baja del cielo, para quien comiere de
él no muera”. (Jn 6,50)
3.
“Yo soy el pan viviente, el que del cielo ha bajado”. (Jn
6,51)
4.
“Quien comiere de este pan vivirá eternamente, y el pan
que Yo daré es mi carne por la vida del mundo”. (Jn 6,52)
Jesús me asegura que Él es el Pan de la vida,
que ha bajado del cielo. Me asegura que Él es pan viviente y quien comiere de
este pan no morirá, vivirá eternamente. Me asegura que este Pan tiene la
facultad de dar la vida al mundo. Me asegura que este Pan, que dará a aquel que
le quiera comer, es……¡¡¡su carne!!!
La gente comienza a marcharse de la Sinagoga.
Hoy más o menos ocurre lo mismo. A nosotros nos retiene el amor y un poquito de
Fe. ¿Cómo dará este Hombre a comer su cuerpo? Sin tiempo para reflexionar, de
seguido, escuchamos:
5.
“Si no comiereis la carne del Hijo del hombre y bebiereis
su sangre, no tenéis vida en vosotros”. (Jn 6,54)
6.
“El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida
eterna, y Yo lo resucitaré en el último día”. (Jn 6,55)
Estas palabras no tienen otra interpretación.
Entiendo que si no como la carne de Jesús, si no bebo su sangre, no tengo vida
en mí. ¿De qué vida habla Jesús? En positivo, entiendo que al comer la carne y
beber la sangre de este Hombre tendré vida y además esta será eterna. Entiendo
que me está hablando de la vida del alma que no tendrá fin y de la vida de un cuerpo
que acabará con el tiempo, con el tiempo de mi existir en este mundo, pero que,
por este acto, de comer y beber la carne y la sangre de mi Señor, conquista la
verdad, absolutamente segura, de su resucitar en el último día, el último y
definitivo día de este mundo tal y como lo conocemos.
Ya solo unos pocos quedarán en la Sinagoga,
también ahora somos unos poquitos, los que seguimos escuchando, con estupor,
este desconcertante Verbo. Y finalmente, fascinados y admirados por estas
declaraciones de Jesús, oímos:
7.
“El que come mi carne y bebe mi sangre en mí permanece y
Yo en él”. (Jn 6,57)
8.
“Como es fuente de vida el Padre, que me envió, y Yo vivo
del Padre, así quien me come a mí, también él vivirá de mí”. (Jn 6,58)
Tanto en aquella Sinagoga de Cafarnaúm como
en este hipotético y universal auditorio donde se nos ha invitado a presenciar
este evento, solo quedan los discípulos de Jesús, de este Dios y Hombre que
demanda el amor a lo divino, para que aquel que le responda y coma su carne y
beba su sangre, entre en sus entrañas divinas y en consecuencia disponga las
suyas para recibir al Autor de la vida que tomará posesión de su alma. Dios
Padre es Fuente de vida y su Enviado, Dios Hijo, vive de Él poseyendo la misma
substancia, la misma naturaleza.
Comer la carne y beber la sangre de Jesús
implica que mi vida no depende de mí sino de Aquél de quien como su carne y
bebo su sangre, es decir, se me concede el privilegio de vivir la misma vida de
mi Dios y esto supone compartir su misma naturaleza. Pero, en general, para
consumar el trance de comer la carne y la sangre de una víctima, hemos de
asistir a la ejecución de un acto cruento, la muerte violenta del sujeto que,
voluntaria o involuntariamente, se dispone a ser sacrificado.
A la altura de este escrito debo remitirle a
la reflexión que lleva por título: VINCULACIÓN
RAZONADA DE DOS DE LOS MILAGROS MÁS IMPORTANTES DE JESUCRISTO, que he
redactado anteriormente. Expongo con referencia
a lo que nos ocupa:
“Te he visto y te
he oído, dime cómo y cuándo me das a comer y beber la Carne y la Sangre que me
ofreces, dime de qué modo te he de comer y beber porque estoy determinado a
comerte y beberte, aunque no conciba de qué forma lo he de hacer”.
San Juan evangelista me dará luz poniendo a
mi consideración el versículo que contesta al párrafo anterior Dirá Jesús:
1.
“El Espíritu es el que vivifica, la carne de nada
aprovecha. Las palabras que Yo os he hablado son Espíritu y son vida”. (Jn
6,64)
Las palabras del hombre son un conjunto de
sonidos articulados que expresan una idea. Permanecen solo el tiempo que se
emplea para expresarlas. Son eso, solo palabras. Sin embargo, la palabra de
Cristo es la palabra de Dios y ésta permanece más allá del tiempo. Cristo es el
Verbo de Dios Personalizado. En Jesús la palabra es su propio Yo, su propia
Vida, es su propio Espíritu.
La vida de quien cree en la palabra de
Jesucristo es la misma vida de quien le habla. El Espíritu que anima el alma
del cristiano es el mismo que lo vivifica, es el mismo Espíritu de Cristo que
le hace entender los términos del discurso del Señor en Cafarnaúm en clave
espiritual, pero sin perder de vista
que a mi Dios me lo he de comer físicamente, así como suena, he de
injerir una sagrada sustancia con unas propiedades físicas que me hagan posible
el acto de comer y gustar la carne del Hombre que se me ofrece. Dios sabe a
pan.
Ahora, estamos a solas con Jesucristo y con
la confianza de quien le ama, le preguntamos:
“Señor, ¿de qué
forma te llegarás a mí para que yo te coma? Cristo mío, Jesús de mi alma, ¿cómo
y cuándo entenderé que te voy a comer, que te he comido? ¿Cuándo, Señor?”
Al unir concordadamente a los Sinópticos y a
san Pablo encuentro la repuesta a la interpelación del párrafo anterior. Jesús
se despide de sus amigos, es 14 de Nisán, Jueves Santo, antevíspera de la
Pascua judía, víspera de la crucifixión y muerte de Jesucristo. El Corazón de
Dios está enternecido, un Corazón que los amó y nos amó hasta el extremo, hasta
la locura. Jesús, en el transcurso de la Última Cena, cuando Judas ya había
salido del Cenáculo, dirá a sus Apóstoles:
2.
“Mayor amor que este nadie le tiene: que dar uno la vida
por sus amigos”. (Jn15,13)
3.
“Vosotros sois mis amigos, si hiciereis lo que yo os
mando”. (Jn 15,14)
Y esto es lo que mandó, para siempre, a sus
amigos. (Mt 26,26-29; Mc 14, 22-25; Lc 22,19-20; 1Cor 11,23-26) Tomó el pan, lo
partió y se lo dio a sus discípulos diciendo:
4.
“Tomad, comed: este es mi cuerpo, que por vosotros es
entregado; haced esto en memoria de mí.”
Tomó el cáliz y dando gracias se lo dio
diciendo:
5.
“Bebed de él todos, porque ésta es mi sangre del Nuevo
Testamento, que por vosotros y por muchos es derramada, para remisión de los
pecados. Haced esto, cuantas veces bebiereis, en memoria de mí.”
Los Apóstoles comieron el cuerpo y bebieron
la sangre de Cristo. Al día siguiente este cuerpo sería crucificado y muerto en
una Cruz, se derramaría la sangre de este Hombre que también es Dios. Todo le
es posible al Autor de la vida, al Creador que se dignó ser Hombre para redimir
al hombre.
El Señor fue sacrificado, cruentamente en el
Calvario, pero un día antes, en esta noche de Jueves Santo, en esta Cena,
adelantó su Sacrificio, el mismo Sacrificio, de manera incruenta para que fuera
posible el acto sobrenatural de comerlo y beberlo, así como suena, para que nos
fuera posible comer y beber a nuestro Dios, a este Dios Sacramentado que testó
para siempre el siguiente mandato:
“Haced esto en memoria de mí”.
El Señor me ha respondido y aquí termino mi
reflexión. Me quedo con esta verdad inefable e infalible porque infalible es el
Señor de mi alma, mi Señor Jesucristo. Al comulgar, como a mi Dios y mi Dios me
come a mí. La única vida que vivo y ejerzo es la vida de mi Dios, de un Dios
que está en medio de nosotros y no nos damos cuenta.
Se dice que el Espíritu Santo es el Dios desconocido para este mundo, un
mundo que solo alcanza divisar hasta donde llega la miopía de sus ojos de
carne. No se le puede pedir más y así nos va. Pero lo que verdaderamente es
desdichado para este siglo es desconocer al Señor de la Historia, a este Jesús
que está vivo y presente en cualquier Iglesia. Esto sí que es triste para el
Cielo, que Jesús sea en verdad el Dios Desconocido, un Hijo que tomó
la naturaleza humana de una Mujer de nuestra raza, de una Madre Virgen, de una
bellísima Reina, de nombre María, a la que yo sirvo como el último de sus
esclavos.
[1]
Les está
demandando, por lo que han visto, que crean en Él y esto supone que acepten su
divinidad
[2] No lo entienden, pero nosotros si lo entendemos a dos mil
años vista de estos hechos. Y ¿qué hemos visto hasta ahora? Pues hemos
contemplado a un Hombre que, entre otros actos inexplicables, convierte el agua
en vino, que cura a un leproso en el acto, a dos paralíticos, resucita a un
joven en Naím y a una niña de doce años, al imperio de su voz calma la
tempestad, expulsa de dos hombres una legión de demonios, con solo tocar su
vestido una mujer recobra la salud, devuelve la vista a dos ciegos con fe, en sus
manos se multiplican los panes y los peces hasta saciar más de diez mil
personas, camina sobre el mar. Este Hombre dice haber bajado del cielo, que su
Padre lo ha enviado y que este Padre no es ni más ni menos que Dios. ¡Este Hombre es el Hijo de Dios!
[3] Entendieron bien los que oían. Cristo
está ofreciendo comer su carne
[4]
Insiste
Cristo en que hemos de comer su carne y beber su sangre para vivir la
eternidad. Mi razón no podría entender que Cristo se arrancara trozos de su
carne y me los diera a comer. Así, más o menos, lo concibieron en su
inteligencia los que oyéndole no le creyeron. Pero Cristo no insulta a la
inteligencia del hombre y si Él dice dar su carne para la vida del mundo así
hay que entenderlo, porque le avala su divinidad y nuestra Fe. Más tarde
veremos que estas palabras se harán realidad en la Última Cena se consumará el
milagro del Amor en virtud del cual este Dios y Hombre hará posible que, a su
mandato, el Pan que consagra y da a comer a sus Apóstoles sea ni más ni menos
que Él mismo, con su carne, con su sangre, con su alma y su divinidad.
[5]
Los
acontecimientos se precipitan empezamos a entender que las palabras de Cristo
son Espíritu y Vida. Creo en este Hombre que es mi Dios y vivo en y de este
Hombre que es mi Dios.
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