[Insisto de nuevo. La sola lectura de uno
solo de los evangelistas me deja en el olvido los muy interesantes matices del
otro que también haya relatado el pasaje que nos ocupe. O tengo delante los dos
textos para ver sus diferencias o concuerdo los versículos para tener un solo
Evangelio. Y esto es lo que he hecho en forma autobiográfica.]
TEXTO
CONCORDADO Y AUTOBIOGRÁFICO
Levantándonos, partimos de allí a los
confines de Tiro y de Sidón. Y he aquí que una mujer cananea, gentil,
sirofenicia de raza, cuya pobre hija tenía un espíritu inmundo, habiendo oído
de mí, salida de aquellos confines, daba voces diciendo:
—“¡Apiádate de mí, Señor, Hijo de David; mi
hija está malamente endemoniada!”
Yo no le respondí y llegándose mis
discípulos, me rogaban diciendo:
—“Despáchala, que viene gritando detrás de
nosotros”.
Mas Yo les dije:
—“No fui enviado sino a las
ovejas descarriadas de la casa de Israel”.
Entramos en una casa, no queriendo que nadie
lo supiese, pero no logré pasar inadvertido. La mujer llegándoseme, se postró a
mis pies y me rogaba lanzase al demonio de su hija.
Decía:
—“¡Señor, socórreme!”[1]
Le dije:
—“Deja que primero se
sacien los hijos; que no es justo tomar el pan de los hijos y echarlo a los
perrillos”.
Ella respondió:
—“Sí, Señor, que también los perrillos debajo
de la mesa de sus amos, comen de las migajas que caen de la mesa y que tiran
los niños”.
Y admirado, le dije:
—“¡Oh mujer, grande es tu
fe!;[2]
por eso que has dicho, hágase contigo como quieres; anda, ha salido de tu hija
el demonio”.
Quedó sana su hija desde aquella hora. Y
marchándose a su casa, halló a la niña echada sobre la cama y salido el
demonio.
COMENTARIO
San Mateo, pone en boca de esta mujer unas
palabras preciosas que omite san Marcos. Dice san Mateo (Mt15,22): Y he aquí
que una mujer cananea, salida de aquellos confines, daba voces, diciendo: “¡Apiádate de mí, Señor, Hijo de David; mi
hija está malamente endemoniada!”.
Esta cananea es la única mujer del Evangelio
que requiere a Jesús con este nombre: “Hijo
de David”. Un poco más adelante se lo oiremos decir al ciego Bartimeo.
El espectáculo que estaba armando esta madre tuvo que ser muy notorio. Gritaba
y gritaba… “¡Hijo de David!… ¡Hijo de
David!”. Solo san Mateo (Mt 15,24) nos dice: Mas Él no le
respondió palabra. Y llegándose sus discípulos, le rogaban diciendo: “Despáchala, que viene gritando detrás de
nosotros”.
Otros detalles se pueden apreciar, pero esto
lo dejo a la curiosidad de quien esté leyendo esta página. La Concordancia nos
ha dejado el texto como lo acabamos de leer. Inserto a continuación el
comentario que me sugiere este pasaje evangélico que titulo:
+LA
OMNIPOTENCIA DE UNA MADRE QUE SUFRE+
Al comenzar el tercer año de su vida pública,
Jesús decidió marchar a las tierras de Fenicia. Una mujer de aquella zona tenía
noticias del poder de este Judío al que se le conocía por el Hijo de David. Era
madre de una hija y de un inmenso dolor, pues su pobre niña padecía de una
endemoniada enfermedad. Esta mujer sabe que Jesús está en la Decápolis y decide
llegarse hasta el Taumaturgo de la Judea para suplicarle la curación de su
hija, con una Fe tan grande como su angustia.
El corazón de esta madre es un ejemplo
irrepetible de compasión, pues sufre en sí misma el padecer de su hija, un
ejemplo de entereza, de perseverancia, de Fe y de humildad. Sin respetos
humanos gritaba con todas sus fuerzas tratando de abrirse paso entre la
multitud que acompañaba a Jesús. Fue recriminada por el escándalo de sus gritos,
pero este, quizá, trato vejatorio no le disuadió de su empeño, gritaba y
gritaba con el propósito de llegar a la cabeza de la multitud y encontrarse con
Aquel que ella buscaba con pertinacia sobrehumana. Jesús era su única
esperanza.
“¡Hijo de David,
Señor, apiádate de mí!”.
Estas son las palabras que se repetían, como
lamentos a gritos, por una mujer no judía cuya Fe solo es comparable con la de
otro personaje también gentil y no judío, el centurión de Cafarnaúm. Ambos
dejarán estupefacto al Hijo de Dios, que se sorprenderá de la seguridad con la
que sus interlocutores le demandan un milagro que será consumado a distancia,
sin presencia de los afectados, con el simple asentimiento de su voluntad
humana y divina.
Con desmedida perseverancia, esta mujer, alcanza
al Señor que buscaba, ya dentro de la casa a donde iba, y precisamente no la
recibe con los brazos abiertos. Con todo el peso de su amargura, esta madre,
sin ningún respeto humano y quizá, sin ninguna lágrima porque ya las había
agotado todas, se echa a los pies de Jesús diciendo:
“Señor, socórreme”.
Cristo le hará comprender a esta mujer lo que
nosotros nunca hemos comprendido, que su Persona, su palabra, su misión estaba,
en un principio, reservada a los hijos de la Promesa, le hará comprender que esta
es la Voluntad de su Padre Dios, con unas palabras tan duras como grande fue la
necesaria impertinencia de esta madre, sin más esperanza para la curación de su
hija que el arrancar de este Hombre el favor que por lo demás no parecía estar
determinado a concederle.
Sin perder el ánimo, esta mujer parece
conocer, más o menos de antemano, que su Interlocutor estaba reticente a
concederle semejante demanda. Ella, que no era judía, podía esperar las
lacerantes palabras de Cristo, a las cuales contesta con otras que evidencian
un prodigio de humildad, unas palabras pronunciadas con la sencilla
espontaneidad de una madre sirofenicia y quizá algo de ellas lo traía ya
preconcebido desde lo más profundo de su alma. La respuesta que oye Jesús de
boca de esta cananea le maravilla. No veremos a Cristo en otra circunstancia
que manifiestamente le sorprenda más que le sorprenden la Fe y las palabras de
esta mujer:
“¡Oh mujer, grande es tu
fe!; por eso que has dicho, hágase contigo como quieres; anda, ha salido de tu
hija el demonio”.
La mujer se marchó a su casa y encontró a su
hija echada sobre la cama y el demonio salido de ella. Solo en un corazón de
madre se puede dar la virtud de la esperanza, de la Fe, de la perseverancia y
de la humildad en un grado de perfección tan alto como para arrancar de la
Misericordia divina el milagro no previsto por la Justicia divina. Solo a un
corazón de mujer se le puede ocurrir semejante oración:
“Señor, si
conviene, concédeme lo que te pido y si no conviene haz que convenga”
(Santa Teresa de
Jesús).
[1] En dos palabras se aprecia el inmenso dolor de una madre que
pide socorro para ella, que sufre en sí las consecuencias del mal espíritu de
su hija.
[2] Cristo vuelve a sorprenderse con la fe de una persona que no
era judía. Vendrá a tener la misma sensación que tuvo con la fe del centurión.
Obrará, en ambos casos, el milagro a distancia, con solo ejercer su Voluntad de
Hombre y de Dios. La oración perseverante, la pertinaz demanda al Corazón de
Cristo culmina con la consecución de lo que con tanta ansia se pide.
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