[Seguimos de la mano de san Lucas y entramos
en una casa de Betania que nos parece como un hospedaje, de aquel tiempo, en el
que Jesús y sus discípulos habrían descansado más de una vez. Allí hay tres
hermanos cuyos nombres son: Marta, María y Lázaro. Tres amigos de Cristo que
con toda confianza y respeto le reconocen como tal y a su vez como el Maestro y
también, a su manera, como el Mesías. Leemos]:
TEXTO
CONCORDADO Y AUTOBIOGRÁFICO
Mientras íbamos de camino
entré en cierta aldea, y una mujer, por nombre Marta, me dio hospedaje en su
casa. Esta tenía una hermana llamada María, la cual, sentada a mis pies,
escuchaba todas mis palabras. Pero Marta andaba muy afanada con los muchos quehaceres
del servicio. Y llegándoseme dijo:
—“Señor, ¿nada te importa
que mi hermana me haya dejado sola con todo el servicio? Dile, pues, que venga
a ayudarme”.
Mas Yo le respondí:
—“Marta,
Marta, te inquietas y te azoras atendiendo a tantas cosas, cuando una sola es
necesaria; con razón María escogió para sí la mejor parte, la cual no le será
quitada”.
COMENTARIO
Me impresiona la actitud de
María. Quizá inspirado por ella me atrevo a escribir lo siguiente:
+EL
AMOR INTERMINABLE+
Solo por san Lucas, el
evangelista de la mujer, conocemos la personalidad de dos hermanas, Marta y
María, dos mujeres que buscan el aprecio de Cristo según su peculiar forma de
ser. Marta es la dueña de la hospedería donde habitualmente se llegaba el Maestro
con sus más íntimos discípulos. Marta es la mujer activa que ocupa todas sus
horas, y le faltan, en el ejercicio de su tarea. Mantiene una amistad de tal
confianza con Jesucristo que solo ella, con la Virgen María, es capaz de
insinuarle al Hijo de Dios qué es lo que debe hacer.
Es una mujer
respetuosamente autoritaria, pero con un corazón inefable que pretende servir a
su Señor con todos los medios a su alcance. La Iglesia necesita, sin duda,
mujeres con este espíritu de servicio.
Todos los hechos relatados
en el Evangelio son hechos consumados en el tiempo y en lugares que todavía
existen. Si me introdujera en la vena del tiempo y pudiera desandarlo para
encontrarme físicamente con las mujeres y los hombres que intervienen en este
Sagrado Drama, quizá me sorprendería con la evidencia de que, la Pecadora que
unge los pies de Jesús en casa de Simón el fariseo, la mujer que porque amó
mucho se le perdonó mucho, la María Magdalena que se abraza a los pies del
Crucificado y del Resucitado y esta María de Betania, que ahora está a los pies
de su Señor sin perderse palabra, son la misma persona. Si esto es así, estamos
contemplando a una singular mujer que amó a Jesucristo hasta la adoración.
En dos mil años de historia
cristiana, probablemente, no encontremos un corazón de mujer más rendido y
enamorado de Cristo que este sublime corazón de la María de Betania, probablemente,
la Magdalena.
De Marta, hasta me puedo
suponer que fuera, antes o después, mujer casada, pero de María de Betania solo
puedo entender que es mujer reservada para solo un único amor, el amor de
Cristo, que es el amor de Dios. Esta mujer, que me ve y me oye, rindió su alma
hasta la inmolación espiritual de sí misma por infinito amor al Hijo de Dios,
al Hijo del hombre. Más adelante, cuando se acerca ya la Pasión de Cristo,
María nos dejará una impresionante muestra de su amor.
Derramará un frasco de
perfume, de elevadísimo precio, sobre la cabeza y los pies de Jesús, como
expresión del más bello amor de mujer que jamás haya amado a Jesucristo. Un
acto que por designio divino quedó inmortalizado en el tiempo.
Un hombre, por muy noble
que sea su alma, no genera en el corazón de una mujer el supremo amor con el
que María adoraba a su divino Amado. Cuando de sus manos se vertía el perfume
sobre los cabellos y los pies de su Señor, de sus labios, en silencio, salían
dos palabras que solo por Dios eran oídas: “Amado
mío”.
Así es, amiga lectora, amigo lector, un “Amado mío” que, al pronunciarlo, sin
que oído humano pueda captarlo, se exhala el alma para convertirse en solo
estas dos palabras con las que el yo de quien las expresa se vacía de sí mismo
para llenarse de Quien adoras en un acto de supremo abandono. Tal amor a
Jesucristo es un Don, que viene de lo alto, para unos pocos escogidos, hijas e
hijos de Dios, un Don para amar con amor interminable al Amado que se deja amar
con pasión infinita, tanto por la mujer como por el hombre, porque este eterno
Amor no distingue entre mujer y varón.
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