TEMA 85 SOLO TEXTO

TEMA 85   En Betania: Marta y María.   (Lc 10,38-42)
[Seguimos de la mano de san Lucas y entramos en una casa de Betania que nos parece como un hospedaje, de aquel tiempo, en el que Jesús y sus discípulos habrían descansado más de una vez. Allí hay tres hermanos cuyos nombres son: Marta, María y Lázaro. Tres amigos de Cristo que con toda confianza y respeto le reconocen como tal y a su vez como el Maestro y también, a su manera, como el Mesías. Leemos]:
TEXTO CONCORDADO Y AUTOBIOGRÁFICO
Mientras íbamos de camino entré en cierta aldea, y una mujer, por nombre Marta, me dio hospedaje en su casa. Esta tenía una hermana llamada María, la cual, sentada a mis pies, escuchaba todas mis palabras. Pero Marta andaba muy afanada con los muchos quehaceres del servicio. Y llegándoseme dijo:
—“Señor, ¿nada te importa que mi hermana me haya dejado sola con todo el servicio? Dile, pues, que venga a ayudarme”.
Mas Yo le respondí:
—“Marta, Marta, te inquietas y te azoras atendiendo a tantas cosas, cuando una sola es necesaria; con razón María escogió para sí la mejor parte, la cual no le será quitada”.
COMENTARIO
Me impresiona la actitud de María. Quizá inspirado por ella me atrevo a escribir lo siguiente:

+EL AMOR INTERMINABLE+

Solo por san Lucas, el evangelista de la mujer, conocemos la personalidad de dos hermanas, Marta y María, dos mujeres que buscan el aprecio de Cristo según su peculiar forma de ser. Marta es la dueña de la hospedería donde habitualmente se llegaba el Maestro con sus más íntimos discípulos. Marta es la mujer activa que ocupa todas sus horas, y le faltan, en el ejercicio de su tarea. Mantiene una amistad de tal confianza con Jesucristo que solo ella, con la Virgen María, es capaz de insinuarle al Hijo de Dios qué es lo que debe hacer.
Es una mujer respetuosamente autoritaria, pero con un corazón inefable que pretende servir a su Señor con todos los medios a su alcance. La Iglesia necesita, sin duda, mujeres con este espíritu de servicio.
Todos los hechos relatados en el Evangelio son hechos consumados en el tiempo y en lugares que todavía existen. Si me introdujera en la vena del tiempo y pudiera desandarlo para encontrarme físicamente con las mujeres y los hombres que intervienen en este Sagrado Drama, quizá me sorprendería con la evidencia de que, la Pecadora que unge los pies de Jesús en casa de Simón el fariseo, la mujer que porque amó mucho se le perdonó mucho, la María Magdalena que se abraza a los pies del Crucificado y del Resucitado y esta María de Betania, que ahora está a los pies de su Señor sin perderse palabra, son la misma persona. Si esto es así, estamos contemplando a una singular mujer que amó a Jesucristo hasta la adoración.
En dos mil años de historia cristiana, probablemente, no encontremos un corazón de mujer más rendido y enamorado de Cristo que este sublime corazón de la María de Betania, probablemente, la Magdalena.
De Marta, hasta me puedo suponer que fuera, antes o después, mujer casada, pero de María de Betania solo puedo entender que es mujer reservada para solo un único amor, el amor de Cristo, que es el amor de Dios. Esta mujer, que me ve y me oye, rindió su alma hasta la inmolación espiritual de sí misma por infinito amor al Hijo de Dios, al Hijo del hombre. Más adelante, cuando se acerca ya la Pasión de Cristo, María nos dejará una impresionante muestra de su amor.
Derramará un frasco de perfume, de elevadísimo precio, sobre la cabeza y los pies de Jesús, como expresión del más bello amor de mujer que jamás haya amado a Jesucristo. Un acto que por designio divino quedó inmortalizado en el tiempo.
Un hombre, por muy noble que sea su alma, no genera en el corazón de una mujer el supremo amor con el que María adoraba a su divino Amado. Cuando de sus manos se vertía el perfume sobre los cabellos y los pies de su Señor, de sus labios, en silencio, salían dos palabras que solo por Dios eran oídas: “Amado mío”.
 Así es, amiga lectora, amigo lector, un “Amado mío” que, al pronunciarlo, sin que oído humano pueda captarlo, se exhala el alma para convertirse en solo estas dos palabras con las que el yo de quien las expresa se vacía de sí mismo para llenarse de Quien adoras en un acto de supremo abandono. Tal amor a Jesucristo es un Don, que viene de lo alto, para unos pocos escogidos, hijas e hijos de Dios, un Don para amar con amor interminable al Amado que se deja amar con pasión infinita, tanto por la mujer como por el hombre, porque este eterno Amor no distingue entre mujer y varón.

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