TEMA 97 SOLO TEXTO

TEMA 97   La abnegación. La torre y el rey. La sal. (Lc 14,25-35)
[El médico evangelista, al dictado del Espíritu que le inspira, sigue presentando, al hombre y la mujer de siempre, lo que con tanto esmero escribió, solo él, después de recabar y seleccionar toda la información de aquellos que tuvieron el privilegio de ver y oír, en vivo y en directo, las palabras, los milagros y los gestos de Cristo. Leemos]:
TEXTO CONCORDADO Y AUTOBIOGRÁFICO
Caminaban conmigo grandes muchedumbres, y, vuelto a ellas, les dije:
—“Si uno viene a mí y no aborrece a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y hermanas y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo. Porque ¿quién de vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos y mira si tiene para acabarla? No sea caso que, habiendo puesto los fundamentos y no pudiendo terminar, comiencen todos los que lo ven a hacer burla de él, diciendo:
“Este comenzó a edificar y no pudo terminar”.
¿O qué rey, si marcha para entrar en guerra con otro rey, no se sienta primero a deliberar si tiene fuerzas para hacer frente con diez mil al que viene sobre él con veinte mil? De lo contrario, mientras él está lejos todavía, despacha una embajada para negociar la paz. Así, pues, todo aquel de entre vosotros que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo. Buena es, pues, la sal; pero si la misma sal se vuelve sosa, ¿con qué se aderezará? Ni para la tierra ni para el estercolero es a propósito; afuera la echan. Quien tiene oídos para oír, oiga”.[1]
COMENTARIO
Dios exige, como Dios, al hombre o mujer que solo le darán como hombre o mujer que somos. Ahora, a colación, se puede leer el siguiente comentario que titulo:

+ABORRECER AL PADRE, A LA MADRE, A LA MUJER, A LOS HIJOS…+

Cuando uno se llega a Cristo montado en el caballo de su imaginación y de sus sentimientos, se encuentra de frente con un Crucificado, que le clava sus divinos ojos en el alma, y entonces el que, en virtud de estas “positivas vibraciones sentimentales”, vino al encuentro del Maestro, se volvió despavorido, horrorizado, y a galope tendido desanduvo el camino andado. Estos, difícilmente, volverán a encontrarse con Jesús.
Con el Hijo de Dios caminaban multitud de personas, grandes muchedumbres, dice nuestro amigo san Lucas. Dios hace un alto en este su caminar terreno, se vuelve a esta multitud de hombres y mujeres y reclamando su atención les manifiesta con rotundidad divina las inauditas condiciones que exige para ser discípulo suyo, para seguirle. Pone el listón altísimo, tanto que para superarlo se ha de llegar hasta la suprema determinación de elegirle a Él antes que a los seres más queridos si en esta encrucijada nos pusiera su Providencia. ¿Esto es posible?, ¿se puede asumir?, ¿qué debo entender?, ¿acaso se puede aborrecer a un padre, a una madre, a una mujer, a unos hijos? Esto debo entenderlo con una buena dosis de sentido común porque Jesús no es un tirano que demande a su discípulo cosas imposibles.
Cristo es el que lleva la iniciativa cuando requiere el amor del corazón de un hombre o de una mujer. Cuando llama a la puerta del alma no repara en tu estado, pero tampoco te saca de él. Si respondes, no cambias de vida, pero sí de filosofía, todos tus actos comienzan a tener trascendencia divina, tu norte se desplaza fuera de este mundo.
“Si alguno me amare, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y a él vendremos y en él haremos mansión”. (Jn 14,23)
Así como suena, amar a Cristo supone ser amado a su vez por el Padre, que con el Hijo se digna habitar en la persona que responde, con toda su alma, a la súplica de un Amado que no merezco y sin embargo lo tengo, permanentemente, a la puerta de mi espíritu esperando, con paciencia divina, ser aceptado como el más sublime amor que se puede soñar, un amor que no tiene medida ni referencia.
Aceptar a Jesucristo, que se llega, apasionado, para recibir lo que desde la eternidad te ha demandado y tú, a su vez, en supremo abandono, le entregas, supone un fulminante cambio del alma que trastoca la escala de valores con la cual consumabas tus actos al dictado de la voluntad inspirada por un entendimiento que ahora discierne a lo divino, porque Personas divinas que en mí permanecen, con absoluto respeto a mi libertad soberana, me predisponen hacia una nueva actitud de perfección que me transciende, un cambio que yo mismo percibo y así mismo perciben los demás.
Jesús se ha dado a Sí mismo, en toda su plenitud humana y divina a todos y cada uno de los hombres y de las mujeres que vengan a ser en este mundo, sin embargo, se escoge a poquísimos amantes con los que tiene una predilección singular.
Amiga mía, amigo mío, el Dios hecho Hombre se le puede hacer presente en un dulce sobresalto que de manera inesperada se hace realidad en su grande o pequeño vivir, sea cual sea su condición y estado. El Corazón de Cristo, un Corazón de Hombre, puede venir a su encuentro donde menos y cuando menos lo esperaba. Le puede ofrecer el amor más grande que pueda soñar en su juventud, en su madurez o en su ancianidad, puede percibir en lo más íntimo de su yo el susurro de Alguien que le habita el alma y que a su vez le demanda un afecto inmenso, un amor que no tiene precio.
A la hora de la verdad, cuando alguien se dispone a cruzar a la otra orilla, en esta se quedan todos sus amores. Le seguirán amando, pero el tiempo hará de su memoria un plácido recuerdo que terminará extinguiéndose con los años. Nadie de los que tanto ha amado en este mundo le acompañará. Ya ha puesto el pie en la barca y de pronto se sorprende al comprobar que que no va solo. Fija la atención sobre Alguien que no es ajeno a su espíritu, Alguien que está a su lado, que conoce, porque le amó sin verlo, y cuando ya fija la atención se hace meridiana su figura. Es ese “Amado mío” con el que tantas veces le ha respondido a sus infinitas demandas de amor, es el Cristo que tanto le exigió porque tanto le dio y le quiso.
Las inauditas palabras de Cristo no están lejos de la realidad, pues no es difícil constatar cómo responden algunos padres a la incipiente vocación de una joven o de un joven a la vida religiosa, a la vida sacerdotal que supone el trastoque de un futuro predeterminado por unos padres, por supuesto muy respetables, pero que hacen padecer a una hija, a un hijo en situación de asumir las inauditas palabras de Cristo. Esto es la inexplicable contradicción de los buenos, porque casi todos los padres son buenos.
Con referencia al padre o a la madre que tiene que dar rotundo testimonio de su Fe, ahora, en esta sociedad occidental, la que se dice demócrata, son de evidente actualidad las exigentes palabras de Cristo, palabras que un padre cristiano tiene que asumir a la hora de suplicarle a su hija o a su hijo que no se case en un ayuntamiento, en un juzgado, que no se case con un divorciado, con un separado... etc. Qué difícil resulta para un padre no acompañar a su hija o a su hijo en un acto de este tipo, un acto en el que Dios no está. Esto es lo que le pide Cristo. ¿Quién comprenderá a este padre, a esta madre?
No hay hombre o mujer que pase por este mundo sin una cruz, cruz que es solamente suya, la que Dios le ha designado. Es una cruz que cada cual llevamos por un caminito personal e irrepetible, un camino por el cual nadie ha caminado, ni nadie, después de mí, caminará. La cruz tiene una dimensión determinada con independencia de nuestras creencias, pero sin Fe la cruz pesa más y además no se rentabiliza. Con ella a cuestas llego a las puertas del Paraíso o a las puertas del Infierno, depende de mi actitud ante este inevitable peso. Si con mi cruz no voy tras de Cristo no puedo ser su discípulo.
Sin Amor, sin Fe y sin Esperanza el abrazo con la cruz es desesperación. Si cuando la cruz pesa más, si cuando más siento la profunda depresión del sufrimiento insufrible, soy capaz de alzar la vista hacia mi Dios Crucificado para pedir compasión de Quien a su vez compasión me pide, comprobaré que mi cruz y la de Jesús son la misma Cruz y desde esa Cruz mis sentimientos serán los de Cristo y sus palabras las mías: “Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu”. (Lc 23,46)




[1] El amor al Dios que se dejó crucificar por mí, es mi sagrado amor, el más bello y noble concepto que tengo de la ternura, el cariño y el amor en su más profundo sentido, sin que por ello no ame a los míos con el mismo corazón. 

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